Juan
Papanatas, el pasado 20 de julio, ratificó en su alocución al Congreso la
vigencia institucional de la Patria Boba ,
su nido de raposas.
La perorata indicó que la inmarcesible Farsolandia no ha
podido sanar su repugnancia por un estado superior de civilización. La condición
de servidumbre a la mentira la aplaudió el representante a la Cámara , Pedrito Pereira,
que radicó un proyecto de ley donde planteó que Cartagena de Indias debe
recibir una indemnización por los daños causados durante el sitio impuesto por el benemérito don Pablo
Morillo, de agosto a diciembre de 1815.
Lo tenebroso del asunto es que el recinto de las desmemorias
morales olvidó que el mantuano, apodado Longanizo, alias Simón Bobolívar, sitió
feroz a Cartagena el 26 de marzo de 1815 porque sus lugareños no se plegaron a
sus caprichos de saqueador como lo hizo con Bogotá en 1814.
El rufián estuvo vigilante en el cerro de la Popa hasta el 8 de mayo cuando le avisaron que venía el
capataz ibérico a emascularlo por forajido. Entonces, el varonil paladín huyó
en el bergantín inglés La Descubierta para Jamaica donde se amancebó con
Luisa Crober.
En esa isla, sus devotos le
mandaron un sicario para apuñalarlo. Lamentablemente, el asesino falló para
desgracia de la historia de la pantomima y sus fantoches.
Resuelto el olvido de la
amnesia insultante, es bueno lanzarle al circo la pregunta de la utopía: ¿Por
qué no le pasan la cuenta a España y Venezuela para que paguen por las
refacciones de las murallas? Porque la mano que imita el signo de los
pistoleros sería la respuesta adecuada para la Patente de Corso del ocioso
parlamentario.
El peregrino interrogante tenía
como fin ilusorio evitarles a los esquilmados una sangría más para sus
infelices bolsillos. Pago que les impondrán porque aún no se independizan de la
abyecta amalgama de vocablos legalistas de los bisnietos de sus Altezas Serenísimas,
los barones del fraude.
En fin, ya veremos en qué
para la contumelia fecunda del yugo dorado impuesto a la cerviz del erario.
Solo espero que mis copartidarios no me vayan a tildar de godo desteñido por
señalar la trapacería con la fidelidad del desenmascaramiento.
Por lo pronto lavaré las
banderas del partido, al estilo de Laureano Eleuterio, con tinta roja. Le cedo
la pluma a un liberal, de médula y espinazo, a Jorge Child que escribió el
epílogo del libro Las guerrillas del llano de Eduardo Franco
Isaza en donde ratificó el peso de estas líneas institucionales.
“…La verdad es lo que vale. La farsa es
despreciable, y Colombia, por lo que vive ocultando su triste realidad de
voluntad mediocre, de país que anda a medias, de pueblo que no es lo que su clase
dirigente dice que es, es una sociedad que vive la farsa, y que la acepta como
una cataplasma de su llaga. La farsa es la negación consciente de la realidad y
por eso sabe a diablo: es el pecado original de ser. En ese sentido, situando a
Colombia en el plano de la farsa, nuestra sociedad se presenta como la más
despreciable del continente; porque aquí la farsa no es el pecado de unos cuantos
individuos más o menos famosos, sino que la farsa es en Colombia una línea general
de vida, un hábito inmundo de la sociedad.
Periódicamente el país cambia de
farsa como quien se cambia de camisa. La farsa de la revolución en marcha. La
farsa santista de la neutralidad de El
Tiempo, la farsa del binomio pueblo-ejército…”
Virgen Santísima de
Chiquinquirá ruega por nosotros, pecadores de tu patria chica, porque estamos
tan mal que un texto de los cachiporros coincide con mis avanzadas
tesis sobre la sombría tramoya del otro saqueo a Cartagena… del poniente.