Nicolás
Maduro soltó su horroroso mordisco de chacal en rapiña de carroñas. El
chasquido avisó que desmembrará en su guarida bolivariana el cadáver de una patria
en gusanada.
El
perro, del hocico oscuro, mandó a cerrar las fronteras del gueto venezolano. ¿Qué
otra cosa le quedaba por apostar en el garito de sus infamias?
Nada
porque su baba ponzoñosa solo le alcanzó para elevar el tono de sus mentiras
hasta la inferioridad servil de sus entrañas.
Él,
en su calidad de mascota cubana, añora los barrotes de su jaula donde sus amos lo
domestican con la prosperidad de la miseria. Mientras la perrera le da la
inmunidad del gruñido acorralado, él, el supremo Casandro, el profeta criollo
del desastre hace de los mojones un meadero. Allí, la cuadrilla de sus esbirros
contrabandea las huesamentas colombianas para cebar a sus quiltros.
Allí,
la sarna de su pelambre se enreda entre el discurso sicótico del canino famélico
y el síndrome de las canecas del hato vecino. Por eso, la alimaña aúlla contra
su propia caricatura porque su drama es el trazo deforme de un mendigo de
barrabasadas.
Maduro,
el inútil voceador de sofismas, fue el
primero de su ralea en apostatar de la inteligencia… por eso ladra…
Y
al otro lado del lindero, la deshilachada Farsolandia sin un patrón, de
zurriago y machete, que la defienda apenas se pregunta si debe soportar con
sordera de ramera la alevosía de ese lobo ciclán.