Los caimanes del río Bogotá demuestran que Farsolandia es un criadero
de lagartos. La especie se niega a desaparecer a pesar de que sus homólogos se
multiplican por entre los pasillos del Capitolio Nacional.
La fama de los acorazados silvestres traspasó las fronteras. Una
señora, del sur del continente, me escribió para preguntarme si es verdad que
los saurios pueden vivir entre las mentiras criollas.
La respuesta es un
sí rotundo porque nuestros gobernantes son proclives a reptar ante el soborno,
estímulo de sus infamias. Ese comportamiento es parte integral de una identidad
fraudulenta. No en vano el ilustre monarca español, don Fernando El Católico,
incluyó un caimán en el escudo de armas de Santa María la Antigua del Darién.
(Real cédula del 16 de julio de 1515).
En este cafetal esquinero, la realidad se nutre con asombros
interminables porque la incredulidad es norma. Por eso, le contaré una historia
que prueba la existencia de los reptiles del orden de los Emidosaurios en
versión alcantarilla bogotana.
El hallazgo quedó consignado en mi Diario
de campo, fechado el siete de diciembre de 1997, día en el cual me enteré
de la existencia de un reservorio del caimán del Magdalena o caimán aguja (Crocodylus acutus) dentro de las pestilentes aguas del río
Bogotá.
Mi desconocida lectora, si le asaltan las dudas, intentaré dejar de
lado mi habitual sarcasmo y retomaré algunas notas del pasado. La idea es
satisfacer su curiosidad, aunque debe tener en cuenta que este pueblo bárbaro
lleva dos siglos, de criminal existencia, dedicado a matar su principal arteria
fluvial, el río grande de la Magdalena.
“El mesero
del lanchón restaurante El Capi, anclado en la porteña ciudad de Girardot, le
gritó a un desconocido: ‘No le arroje basura al río’. El infractor no obedeció
porque vivía en Flandes, Tolima. Los desperdicios cayeron como un bombardeo de
miseria desde una de las bases del puente ferroviario. Los chulos de las
orillas ratificaron que el botín no valía la pena. Están saciados de comer mierda
porque un par de kilómetros más arriba desemboca el río Bogotá con su mancha
negrísima de perpetua cloaca.
“El camarero
seguía vociferando. Discutía contra la corriente, la distancia y el viento. La
protesta era una salida irremediable contra el desastre. Él y su padre
organizaron un evento al que denominaron: “Primer rally
de canotaje. Volver al río Magdalena” y estamparon el logotipo del evento en una serie de camisetas
para promocionar la actividad. Los dos hombres quedaron enfrentados contra el abandono
de un Estado demente”.
Así estaban
los sucesos, antes de embarcarme en una canoa con rumbo hacia la Villa de Santa
Lucía de Ambalema, Tolima. Un serio inconveniente me cambiaría para siempre
el afecto por los medios masivos de comunicación. Un señor moreno, alto y
esforzado subió a bordo por la popa del planchón. Traía una red de pesca al
hombro. Sin saludar preguntó: “¿Quién es el periodista?”
La pregunta
sonó a problema.
Sin más
presentaciones me contó lo siguiente: “Hace una semana, mientras iba a recoger
cañas de las orillas fui atacado por tres caimanes. Eso sucedió cuando navegaba
por el río Bogotá hacia la desembocadura”. Me senté estupefacto sobre una mesa.
Imposible, le
dije. Eso no puede ser. Sus ojos tranquilos me miraron con lástima. Intentó
irse. Lo detuve para no faltarle al respeto. Espere, repítame los
acontecimientos.
Lo hizo y
agregó: “…Cortaba cañas para negociar con ellas en Girardot. Hice los atados y
regresaba. En un sitio ubicado a un día de camino, río arriba por el Bogotá,
los caimanes intentaron voltearme la piragua”.
El encuentro con las bestias incluyó varios ataques a la embarcación que
fueron repelidos a punta de remo y machete. El singular hecho fue comentado con
la comunidad y otras víctimas de los hambrientos animales.
No, insistí.
No es posible. El río Bogotá nace en el municipio de Villapinzón (Cundinamarca)
a 3.200 metros
sobre el nivel del mar. Al pasar por ese pueblo recibe su primer bautismo de
veneno por parte de las curtiembres. Le colorean su curso con una mancha roja y
el líquido del páramo sangra. En sus 255 kilómetros de
longitud recibe los excrementos de los municipios de Villapinzón, Chocontá,
Suesca, Nemocón, Sesquilé, Gachancipá, Tocancipá, Zipaquirá, Sopó, Cajicá,
Chía, Cota, Funza, Mosquera, Soacha, Sibaté, San Antonio del Tequendama, Tena,
El Colegio, La Mesa ,
Anapoima, Apulo, Agua de Dios, Tocaima y Girardot (289 m .s.n.m.). Además, el
Distrito Capital vierte a diario toneladas de material tóxico. Esto incluye las
lentas corrientes de los ríos, convertidos en letrinas, como el Tunjuelito, el
Salitre y el Fucha. Son 459 años de exterminio. En algunas zonas del río no hay
oxígeno…
Y aún así, en
varios meandros del cauce moribundo se pescan cangrejos que los gañanes devoran
con avidez. Los aparceros lavan las hortalizas y las vacas de ordeño beben sus
aguas sin que nazcan terneros con aletas dorsales.
Ese paisaje
contrasta con el comportamiento de los habitantes de la Inspección de Policía
de El Charquito, cerca del Salto de Tequendama, en Soacha. Muchos vecinos cruzan el río Bogotá a nado.
Ellos se han adaptado formidablemente a convivir entre la podredumbre de ese
sanitario. El municipio sólo se acuerda de esa comunidad cuando algún suicida
interpreta su último rito, la parábola del sacrificio… Bueno, y de ahí a que
existan los abuelos de los dinosaurios…
El sujeto me
miró imperturbable y se rió sarcástico. Consulté el caso con mis acompañantes.
El calor de 33 grados centígrados y las polas frías no les permitieron
interesarse por el tema. Entonces, indagué sobre la procedencia del personaje
con los dueños del planchón. Ellos afirmaron: “Es una persona honorable”.
“No pueden
habitar caimanes en el río más podrido del planeta”, afirmé con autoridad de
catedrático. El sujeto movió sus hombros y se volvió para burlarse de mí con un
gesto displicente. Se me alteró el genio. Nos preparamos para rompernos el alma
a puños. Los amigos intervinieron.
José Alberto
Ocampo y Pedro Torres, profesores de una importante institución universitaria,
me recordaron mis múltiples defensas sobre el bagaje cultural que guarda la
sabiduría popular. Hice silencio. Entre sorbos de cervezas y humo de tabaco,
los ánimos se aplacaron.
Lo reté para
volver al sitio del siniestro. El pescador me pidió algún dinero por arriesgarse
a regresar al lugar del ataque. Intenté abortar mi viaje por el Magdalena para
verificar la información, pero no tenía el mando de la expedición. Solo era un
docente invitado y subordinado a la lejana disciplina institucional. No los
podía abandonar porque existían compromisos afectivos muy profundos y la
palabra, lo vale todo. El lenguaje decidió la situación. Se apostó una botella
de aguardiente para saber quién tenía la razón.
La alegría,
la duda mortificante y el milagroso optimismo se interrumpieron porque una
lancha llegó para recoger al equipo de producción audiovisual del Departamento
de Humanidades de la Universidad los Libertadores.
Los alumnos
embarcaron en silencio. La nave, un tronco de madera hueca con unos
compartimentos transversales para uso de los pasajeros, se bamboleaba nerviosa.
Medía seis metros de largo por uno de ancho. Lentamente se alejó del
embarcadero y puso rumbo hacia el Norte por el centro del río Magdalena. No
había salvavidas para la duda que me quemaba…
El cronista
debe leer la verdad en los ojos, en los gestos, en el ambiente. Es un perro de
presa, un perdiguero. No deja el rastro hasta dar con la pieza. El pescador no
mentía. Siete semanas después viajé de la capital a Girardot con la misión
formal de pedirle perdón por mi alegato. No lo encontré. Le dejé el mensaje con
todas las explicaciones del caso. Nunca más lo volví a ver.
En el río
Bogotá, en el sitio conocido como “la Olla o la Bolsa” entre Tocaima y
Girardot, vivían caimanes de más de tres metros de largo. Esos ejemplares pertenecían a una
famosa raza. El caimán del Magdalena, el Crocodylus
acutus, extinto en varias zonas del país.
La prueba de pervivencia la escribió el
coronel J. P. Hamilton cuando fue agente confidencial de Su Majestad Británica
ante el Gobierno de Colombia en 1824. En su libro, titulado Viajes por el interior de Colombia, señaló:
“…Por la mañana temprano, el coronel Wilthew y el
señor Cade fueron a bañarse al río Bogotá, que dista milla y cuarto de la
ciudad. Como estaba inválido no pude darme el placer de este lujo. Toda el agua
que se trae a Tocaima procede del río y viene en grandes petacas (o jarras), a
lomo de burros o traída por mujeres. Hay unos pocos caimanes en esta parte
del río Bogotá, pero no tan grandes como los del Magdalena…”.
Los lugareños
de aquellos hediondos parajes me explicaron el secreto de la supervivencia. El
Bogotá sale de su sepulcro cuando se precipita por la caída del Salto de
Tequendama. Los 157
metros de vacío sirven para matar a la muerte. Algo de
oxígeno reaparece. El río Apulo y otros afluentes menores logran el milagro: la
vida resucita.
En aquellos
días, los monstruos habían conquistado las zonas más allá de los playones. Los
machos alfa entraron a buscar alimento en las piscinas de varios condominios campestres
que estaban en venta, entre las poblaciones de Ricaurte y Girardot. Incluso, un
ejemplar fue capturado en el río Sumapaz, en el área rural de Melgar (Tolima).
Nadie deseaba
el escándalo. Los constructores pautaban en los principales medios y ante un
aviso publicitario, la verdad se asesina en el matadero de las cuotas
publicitarias. No querían perder a sus clientes, también llamados “fuentes”.
El semanario El Tiempo-Cundinamarca, en su primera edición, publicó un artículo y
las fotografías de los caimanes del río Bogotá. Luego vino un espantoso
silencio porque un cazador, contratado para aniquilarlos, cumplía su tarea. En
1998, en la plaza principal de Tocaima vivían, entre un pozo, algunos
ejemplares de esa raza ferozmente indestructible.
Intenté
interesar a unos editores para que le contaran al mundo civilizado sobre el
tema. Nada. No era noticia que los reptiles se negaran a desaparecer del aquel
Leteo donde la hedentina rompe los pulmones.
Los planes
particulares por salvar a esos bichos sólo acumularon fracasos. Los equipos de
rescate nunca pasaron de ciertos puntos. La fetidez se podía oler a 500 pies de altura sobre
el río Bogotá. Los recursos económicos se agotaron entre ese estercolero.
Tiempos
después, una luz reconfortó la lucha vencida. En un informe de Proaves Colombia
se informó: “…Estado actual de un relicto poblacional del caimán
agujo (crocodylus acutus cuvier, 1807) en una zona del Magdalena medio, octubre
de 2004. “…La presencia de esta especie
en el territorio colombiano se ha calculado en 235.006 km2 de las áreas
hidrográficas del Caribe, Magdalena, Cauca y el Pacífico.
“Las más recientes
evaluaciones indican que C. acutus se encuentra en la parte
baja del río Bogotá así como en los ríos Bache, Cocorná, Man, Truandó, León,
Chintado y Tapias. Según los criterios del UICN, el Crocodylus acutus en
Colombia está en peligro crítico de extinción (CR), pues se estima que hay
menos de 250…”.
En los años 2006 y 2007 intenté nuevos
proyectos para preservar al kaimán (voz taína). Los patrocinadores me
condenaron al exilio afectivo por utopía manifiesta.
En la
cuaresma del 2008 regresé a Girardot dispuesto a terminar la tarea. Los
atracadores del sector tuvieron la gentileza de persuadirme del intento. La
antigua vía de ingreso a la desembocadura era un lugar invadido por la miseria
deteriorada en el caos.
Los tugurios
son trincheras de gentes buenas y guaridas de malandrines. Necesitaba escolta
policial. Los agentes del orden se negaron a oler y sentir el infierno en su
expresión acuosa.
Me quedé con
los recuerdos atados a la memoria. Me
fui para el lugar donde todo comenzó, el muelle flotante. Ahora denominado: “La Barca del Capitán Rozo”. El
dueño del restaurante, previas averiguaciones sobre mis indagaciones, me contó:
“…El año pasado por causas del invierno el río se creció y varios caimanes del
Bogotá salieron al Magdalena. Uno atacó
a una señora lavandera. Le mordió una pierna para arrastrarla hacia el agua. La
gritería nos alertó. Tuvimos que matarlo a machete…” El triste desenlace me
alegró. La población mantenía su
crecimiento a pesar de Colombia.
También narró
las aventuras de un viejo pescador que se murió aguardando una botella de
aguardiente que le debía un periodista. Fue un golpe bajo porque lo busqué
durante casi tres años por los puertos y burdeles del alto y medio Magdalena
para ofrecerle mis disculpas. Siempre llegué tarde. Mis recados viajaban con la
tardanza calentana.
El 4 de marzo
de 2008, sentado en la parte nueva del planchón, me bebía la fúnebre noticia. En ese momento
un grupo de caminantes dejó caer, desde el puente vehicular, montones de
pétalos de rosas sobre el Magdalena. El homenaje fabuloso despedía mi deuda con
un perfume delicado, la absolución. Miles de flores rojas teñían el sol para
despedir a mi nostalgia. Sus besos viajeros se posaron sobre la ruta de mis
sueños con caricias de viento.
La realidad
me regresó a la victoria del trauma. Los huevos incubados por los caimanes en
los playones del río muerto siguen eclosionando sus crías invencibles. Los
descomunales hocicos lograron burlar el oficio de los escopeteros. Un
comunicado de prensa de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR),
fechado el 18 de marzo de 2008, puntualizó:
“…En estado crítico se encuentra el
Cocodrilo Americano, también conocido en el centro del país como el Caimán
Aguja o Caimán del Magdalena, localizado, según el estudio, en la parte base
del río Bogotá y en la cuenca del río Negro…”.
Las ironías no pueden faltar en mi destino. En
diciembre de 1995 tomé vacaciones y opté por no saber nada de los periódicos. El Tiempo, en su edición del día 16,
publicó una nota que me habría ahorrado muchas ilusiones y sinsabores.
La información se tituló: “Caimanes playeros en
Girardot”. “…Como cumpliéndole una cita al sol, al mediodía los caimanes
salen del agua marrón y demuestran que son una leyenda que sobrevive entre
los ríos Magdalena y Bogotá. Es la hora en que duermen la siesta sobre una
playa improvisada…”.
5 comentarios:
Es una historia fabulosa. Gracias por contarla. Lectora del sur
buena nota. espero ire por esos lares para colaborar en el cuidado de esos caimanes
Es increible pero absolutamente posible aqui en nuestra tierra las más feroces criaturas viven y sobreviven en la porqueria total, subsisten y además se reproducen en tan hediondo ambiente ¿Será que este fenómeno de la naturaleza lo aprendieron de sus homónimos políticos y gobernantes? el "lagartus corruptus colombiano"
Magnífico artículo como siempre leerte es un placer y un alivio moral.
Ana c
te leo y áun lo creo. Que buen artículo. Gracias por denunciar easa realidad
Interesante noticia, documentación y manera de narrar
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