Amigos,
cesó la horrible noche del vómito amarillo. La camiseta de los apátridas hiede
a infamia.
No
le basta a esa pandilla de emboladores de guayos con elevar el fracaso a la adulación
del ridículo. Esta vez el señor Falcao, cual sirvienta roñosa, se dedicó con el
hocico embozado, por la mano alcahueta, a negociar el fraude. Las guarichas
ajustaron un paupérrimo resultado con los peruanos. Clásico de narcos, especie
miserable de mercenarios.
La
otra Colombia, la que lleva el tricolor tatuado en el alma, no entiende porque
no han sido fusilados por la espalda él y su corte de bandoleros. Una cosa es
el derroche de chauvinismo entre calentanos embriagados de frustraciones y otra,
la abominable maldad de la traición a la Patria.
La
selección fracaso de fútbol no es -no puede ser- la embajadora taimada de la fechoría
untada de bárbara avaricia. Esa horda de mequetrefes no representa, con sus
vulgares comedias de rufianes en garitos de tahúres, la nacionalidad de un país.
Pero
en vano se gasta tinta. No pueden entender, son demasiados los golpes de balón
en sus testas huecas. Su sudor de esclavos, vendido para el delirio de las
masas embrutecidas por la cerveza, cumple con el oficio de las mulas adiestradas
para la coz brutal, el resabio de los semovientes.
Sus
mandíbulas, escupidoras de sofismas, babearon algo de su propia podredumbre:
Negociar la mediocridad de la esterilidad por la vergonzosa sombra de la
cobardía, en pago de la ignominiosa marca de la deshonra.
Señor
Falcao, estas líneas le envían un salivazo para su rostro de reptil.