miércoles, 9 de abril de 2008

Gaitán, el hombre pueblo

El 9 de abril de 1948 Colombia perdió la esperanza y la violencia obtuvo el derecho para sufragar por la muerte.

La memoria de los liberales colombianos guarda el olor de la historia incinerada. Ni el tiempo ni el olvido lograron enterrar esas cenizas rotas por el castigo del crimen.
La frustración persigue a cada bogotano del siglo XX. A los abuelos le mataron al general Rafael Uribe Uribe, a sus hijos al doctor Gaitán y a sus nietos a Luis Carlos Galán.
Ese es el resumen de una herencia sometida por la autocracia de los intereses políticos. La verdad fue vendida al postor nefasto del embuste.
Y el caudillo de la gente se levantó del tumulto para exigir la restauración moral de Colombia. El asombro de sus ecos varoniles se quedó empeñado en la compraventa de las utopías.
La “Oración por la paz” de Gaitán (7 de febrero de 1948) fraguó un oscuro complot. Los dueños de la oligarquía no pudieron tolerar una súplica justa: “…Impedid, señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo menos que puede pedir un pueblo...”.
El mutismo de una muchedumbre, obediente a su líder, se convirtió en su sentencia de muerte. Desde entonces a Jorge Eliécer Gaitán Ayala se le asesina todos los días para que no haya un hombre-pueblo.
La muchedumbre acéfala se convirtió en un sosegado rebaño. Se arrea hacia el corral de las urnas para elegir a los lacayos del soborno.

La falacia es la gran protagonista del ‘bogotazo’. La secuencia de pasiones desatadas y embrutecidas por el sectarismo no quería vengar a nadie. Sólo maquinaba desencadenar el servilismo del caos.
Las masas manipuladas desahogaron su ira, fecunda en frustraciones, contra la Iglesia, las costumbres y el feudalismo colonial sabanero.
El resto de la crónica abrileña lo recogen las fotografías y el ocaso de una urbe huérfana, patria de poetas y héroes. Sin Gaitán, la conciencia colectiva de una etnia buena quedó a la deriva de los embelecos demagógicos.
La Bogotá del tranvía perdió su lugar en la sociedad de los principios. El libre desarrollo de la ideología liberal, sin tapujos ni convencionalismos, cayó en la apatía del interés electorero.
La frustración creció sobre la tumba del Negro. Las preguntas de los investigadores y de los testigos nunca tuvieron unas respuestas sin argucias.
¿Quién estaba detrás de Juan Roa Sierra? Ahí está la clave del homicidio artero. La Justicia fue sobornada con centenares de folios inútiles que sepultaron el derecho universal de la verdad para acusar.
El manoseo de los expedientes marcó el derrotero que asombra y tergiversa el atentado. Alevosía mitificada por la mentira.
Los ríos de tinta ahogaron el testimonio vital. Anegaron los senderos que llevarían a descubrir la pista de los cofrades de levita, los amos del sicario.