viernes, 13 de octubre de 2017

El crimen de la pecueca


Amigos, cesó la horrible noche del vómito amarillo. La camiseta de los apátridas hiede a infamia.

No le basta a esa pandilla de emboladores de guayos con elevar el fracaso a la adulación del ridículo. Esta vez el señor Falcao, cual sirvienta roñosa, se dedicó con el hocico embozado, por la mano alcahueta, a negociar el fraude. Las guarichas ajustaron un paupérrimo resultado con los peruanos. Clásico de narcos, especie miserable de mercenarios.

La otra Colombia, la que lleva el tricolor tatuado en el alma, no entiende porque no han sido fusilados por la espalda él y su corte de bandoleros. Una cosa es el derroche de chauvinismo entre calentanos embriagados de frustraciones y otra, la abominable maldad de la traición a la Patria.

La selección fracaso de fútbol no es -no puede ser- la embajadora taimada de la fechoría untada de bárbara avaricia. Esa horda de mequetrefes no representa, con sus vulgares comedias de rufianes en garitos de tahúres, la nacionalidad de un país.

Pero en vano se gasta tinta. No pueden entender, son demasiados los golpes de balón en sus testas huecas.  Su sudor de  esclavos, vendido para el delirio de las masas embrutecidas por la cerveza, cumple con el oficio de las mulas adiestradas para la coz brutal,  el resabio de los semovientes.

Sus mandíbulas, escupidoras de sofismas, babearon algo de su propia podredumbre: Negociar la mediocridad de la esterilidad por la vergonzosa sombra de la cobardía, en pago de la ignominiosa marca de la deshonra.

Señor Falcao, estas líneas le envían un salivazo para su rostro de reptil.