sábado, 29 de marzo de 2008

Eurodescendiente

El Virreinato de la Nueva Granada debe recuperar el orden jerárquico en la escala social. Los blasones y la heráldica serán la nueva Constitución Nacional porque la genética está de moda.

Los hijos de los tatarabuelos europeos son americanos o granadinos (Europeai filius in America natus). Entonces, los portadores de sangre celtíbera se declaran eurodescendientes y punto.

Los cuatro apellidos del bautismo pueden demostrar el peso de sus títulos, nobles y españoles. Rango superior que se extiende por derecho de sangre a todos mis amigos. (Gente divinamente, con prosapia, hidalguía y abolengos).

La burguesía ilustrada de Teusaquillo no soporta más que el negro sea sinónimo de cultura. Además, la negritud criolla, la política del desplazamiento, las ventoleras levantiscas y los alborotos de las muchedumbres pecuecudas tienen como mascota un personaje oscuro denominado “afrodescendiente”.

La eurodescendencia, de rancia nobleza, se remonta a la Edad Media. Motivo por el cual decide, en un gesto de benevolencia con los hijos del adulterio y del concubinato, que se restablezcan los cruces o parentelas para saber de qué clase de etnia se habla en los bochinches pluriculturales del Congreso Nacional.

Los amantes del esnobismo agregarán el elemento adecuado para conocer el tipo de enlace genético que gestó a Farsolandia. Castas y descastados.

-Indígenas. Aborígenes naturales del país. (¿Indiodescendiente?).





-Negros o etíopes. Hijos del África sin mezcla. (Sin afro).

-Mestizos o indianos. Hombre blanco con india o el perverso viceversa, indio con blanca.

-Mulatos o pardos. Blanco y negra, puro Holstein.

-Zambos o zambaigos. Indio y negra. (Raza infame. Así la llamaron los antiguos).

-Tercerones. Hijos de blanco y mulata.

-Cuarterones. Blanco y mestiza. (Un cuarto de indio y tres de español).

-Quinterones. Blanco y cuarterona.

-Cayotes. Mestizo y cuarterón.

-Puchelas. Blanco y cuarterona.

-Carbujos. Mulato y zamba.

-Grifos. Mulato y negra.

-Zambos prietos. Zambo y negra.

-Albinos. Descendientes de negros que nacían blancos. (Blanco sucio, decían los patriarcas españoles).

-Tente en el aire. Tercerón y mulata. Tercerón y mestiza. Tercerón y cuarterona.

-Salto atrás. Hijos de cuarterón y negra.




En síntesis, los señores afrocolombianos actualizarán la etno-semántica porque la gentecita de color cubría un amplía gama a saber: Negros, zambos, zambaigos prietos, grifos, carbujos, mulatos, tercerones y sus cruzamientos de fornicarios.

¿Será que la senadora de la cabeza amarrada es una carbujodescendiente? ¿Es una zamba que le aprieta el grifo al mulato bobolivariano?

¿Los eurodescendientes tendrán ONGs que patrocinen foros sobre armorial? ¿Elegirán senadores, gobernadores, alcaldes y ediles por gritar que son la elitista minoría?

¿Les asignarán escoltas, viáticos y a un jefe de lagartos para salir a diario en la televisora? ¿Lo menos serán más si dicen que los negros son racistas?

Ahora, y sin llamar a doña “Emma Madera de Gallo”, los eurodescendientes invitarán a los afrocolombianos para que no jodan más con su complejo de inferioridad alternativo. Si nacieron en Colombia no piensen en corretear guepardos, criar cocodrilos y ordeñar los ñues de las llanuras del Serengueti.

¿Acaso, les gustaría escuchar en Burkina Faso el vozarrón del Bajo Baudó: “Oye, familia. Mi pana. Te habla el negro melado, puro sabor”?

Mejor piensen en crear otra Liberia, un país africano levantado por negros libertos patrocinados por la Sociedad Americana de Colonización, 1816. (Made in USA).

Afrodescendientes, les quiero oír una defensa de la Patria sin farsitas cutáneas ni morochas. Quiero leer sobre sus verdades porque me fatigué de escribir con tinta negra sobre espacios blancos.

miércoles, 26 de marzo de 2008

"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen"

La Semana Mayor fue atosigada por el Festival Iberoamericano de Teatro, las piscinas y las romerías paganas. La juerga fue una invitación para la herejía.

Los buenos practicantes, con algunas excepciones, se dejaron llevar por el mecanismo ritual y no por la palabra del Verbo. Las matronas y las solteronas hicieron de los templos su feudo donde la consigna era figurar, mangonear y juzgar.

El vicio de cumplir con la tradición sin examinar la conciencia contaminó los comportamientos comunales. El Domingo de Ramos dos auxiliares de Policía descalzos se rascaban el calcañal con placer de equinos viejos. La fiesta no los tocaba. El respeto por el acontecimiento, que cambió la historia de la humanidad, se perdió entre la chabacanería uniformada.

El embeleco de la repentización, propio de las agrupaciones geriátricas parroquiales, se sumó a la informalidad con frases escritas para el asombro: “El vía crucis sabrosito”.

La pasión por mostrar el traje dominguero desencadenó el desfile. La respectiva vuelta a la manzana resumió el espectáculo: folclórico, devoto, caótico, místico, bochinchero y fatigante.

Las persianas y cortinas se movían con timidez. Detrás de cada visillo alguien se burlaba o se santiguaba con temor de converso. La mayoría abrió la boca, miró a la caminata multicolor y escuchó sus cantos destemplados.


En la calle, los transeúntes sorprendidos, se acordaron de colarse al final de la procesión. El tumulto lo componía un centenar de personas. La parroquia, según el censo, dispone de 1.800 almas devotísimas.

La explicación a la deserción masiva es un conjunto de circunstancias jerárquicas, teológicas y mercantiles. La feligresía sólo pide el milagro económico o de salud. (Dios no es una EPS ni un filántropo millonario).

Mientras tanto se giró en la primera esquina. La ministra de la Eucaristía, que escolta la cruz, decide cambiar de ruta porque la calle 63B tiene huecos y basuras.

Un berrido de arriero antiguo emerge vigoroso de la multitud y la somete a la trocha asignada. El chirrido del megáfono y el coro, que cantaba dos himnos distintos a la vez, cierran el episodio del resabio.

La siguiente vuelta corresponde a la ilustre carrera 17. La ministra novata emprende un alegato contra el tráfico urbano y las busetas porque no le acataron su orden.

El alférez de la Policía, encargado de escoltar al simulacro de gentío, intentaba razonar para que la porfiada comprendiera y ocupara un solo carril. El portaestandarte deseaba crucificar a la ladrona del sentido común. El carrusel se repitió bajo techo durante los días siguientes.

El lunes, el martes y el miércoles se vivieron los respectivos vía crucis. El oficio quedó en manos de las laicas que rivalizaron en molestar los históricos caminos de la ciudad deicida. El padre, apoltronado en el presbiterio, esperaba almas para confesar.


Las coordinadoras del evento se encargaron de regañar, manipular, carraspear, empujar, desorganizar, interrumpir, señalar, pujar, gesticular e incumplir con la severidad de los gamonales. Barrieron con lo estipulado en las normas de la caridad. El voceo vociferante fue la pauta para iniciar o corregir el acto. (En la parroquia no tienen pastor, pero sí los guía un arriero).

El programa fue modificado a la guachapanda. Encima de lo estipulado se escribió con máquina los nombres de las comunidades encargadas de tiranizar. A leguas se veía la presión de la alharaca. La dictadura de las solteronas incluyó el antojo del matriarcado. Adulan y traicionan según las circunstancias de la comedia.

La atrocidad, que no aprobó el inútil Consejo, quedó pegada en la puerta. Lo importante era sobresalir y pisotear la humilde tarea. Las jefas mostraron el dominio de la soberbia sobre la sensatez.

El Jueves Santo. Las eminentísimas leyeron las lecturas correspondientes a la Misa Crismal durante la Misa Vespertina de la Cena del Señor. El desliz se complementó con el altercado entre el cura y el obtuso turiferario. Se raparon, en el altar, el cáliz. Los “apóstoles” reclutados, para el lavatorio de los pies, se quedaron en la mitad del corredor y estorbaron el paso del Santísimo.

El Viernes Santo. El vía crucis, organizado por el Consejo de una manera coherente, cambió de rumbo. Entró en el campo de la debacle con un paseo por las fronteras parroquiales.

En ese andar hubo dos cosas dignas de mención. La primera: la ministra lambona, en su afán de satisfacer su ego, llegó tarde y se instaló con el cirial detrás del clérigo.


El portaestandarte le llamó la atención. Por poco su retahíla no se calla. Ante la orden precisa de ocupar un lugar en el espacio y no en el capricho se despachó con reclamos iracundos. La conmoción, los reproches, los chismorreos arteros y los insultos por la espalda duraron el fin de semana. Soltaron a Barrabás.

El incidente sirvió para gestar un diálogo donde la falsedad de Caifás se quedó estupefacta. Dos marimandonas avergonzaron a Maquiavelo, César Borgia y al cardenal Richelieu. Pobre trío de aprendices. Ellos no conocieron lo que se fragua en una sacristía de Muequetá.

Qué gran actuación. Las lenguas viperinas despotricaron de su amiga, la ministra problema, con una delicadeza de escápelo. La diatriba fue soberbia e impecable. El uso del lenguaje descuartizó la honra con la más fina galantería. El sonido paciente de sus voces mojigatas, al estilo de los Médicis, resultó sublime. Realmente estuvieron magníficas.

Segunda: La procesión. El despelote, causado por romper con lo planeado, atrajo a una señora de trusa rosada y cola de caballo. La fémina se dedicó a pasear con su hijo montado en un artefacto de pedal. El pequeño entorpecía la marcha. Su madrecita mostraba las bondades del gimnasio en sus voluptuosas formas. La deportista hizo todo lo posible para embrujar a los caballeros con su lujuria desatada.

El vergajito seguía, cual nigua africana, mortificando la piel de los cirineos. La gimnasta permanecía indiferente ante el fastidioso incidente. No habría sido cristiano ensartar, como trucha de río, al sinapismo, pero sí era válido recordar un pasaje evangélico donde los apóstoles claman por una lluvia de fuego.

Unas cuadras más adelante, una camioneta ingresó veloz por la carrera 19 y aceleró contra la muchedumbre, devota y sudorosa. No obedeció a las señales de la Policía para desviarse. El conductor suplicaba pasar porque llevaba a un abuelo con síntomas de infarto. El vehículo estuvo a un pelo de convertir al infante en una destripada masa sanguinolenta.

La tragedia se evitó por una acción divina. La inercia habría sido suficiente para aplastarlo, pero la nave se mantuvo quieta hasta que la progenitora, motivada por los gritos, acudió a quitar de la llanta delantera derecha a su hijo y a la rueda del triciclo. El crucificado contempló la escena.

El susto le despertó el instinto materno. La vanidosa descubrió que el urbanismo inventó los andenes para proteger a los peatones.

El Sábado Santo. La ceremonia del fuego no empezó a tiempo porque el sacristán no encendió la fogata, tarea por la cual recibe un salario. Situación normal en un casa cural donde la esposa del misario madrea al sacerdote cada vez que discuten por el uso de una lavadora.

Son seis años consecutivos de lo mismo. Irreverencia, desacralización, improvisación, desorden, autoritarismo, marrullería, mediocridad, sectarismo y mundanal doblez.

La queja se extendió por arciprestazgos y diócesis. La respuesta fue cruel: “Mijito, en todas las parroquias es lo mismo, hay círculos cerrados”.

Si los obispos de Aparecida vivieran la realidad de sus rebaños desperdigados por la fe comercial dejarían de gastar millonadas en conferencias inútiles.


Para qué sirven conclusiones como: “Discípulos y misioneros de Cristo”. Esa idea lleva 2.000 años funcionando sin tregua.

Las preguntas, que no resolvió el concilio, son: ¿Dónde está el remedio contra el terrible flagelo de la beatería? ¿Por qué la tozudez de un arzobispo es el calvario de una comunidad?

¿Por qué los fieles, que no aman ni comprenden a su párroco, deben vivir bajo la guerra entre autoridad moral (presbítero) y poder económico (los diezmeros)?

Es más práctico eliminar la conducta gazmoña que predicar sobre la tolerancia. Ante la necedad del Monseñor no hay Evangelio, sólo sermón.

La Iglesia Católica se consume por causa de la beatería. Este pecado chantajea a los Diez Mandamientos con las malévolas sonrisas de unas santurronas de barriada.

Al final quedó la fatiga del combate. Se cumplió con llevar el madero, pero no se avanzó en el mandato del amor. El absolutismo del berrinche, enquistado en la estupidez, sólo causa humana repulsión.

La Conferencia Episcopal Colombiana debería usar las sandalias del pescador para caminar por las razones y causas del rebaño que fragua conspiraciones y semillas de secta.

El Evangelio, vertido en un apostolado de servicio, no puede ser el lejano mandato de unos conferencistas vestidos con el manto púrpura.

“¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”





“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

La Semana Mayor fue atosigada por el Festival Iberoamericano de Teatro, las piscinas y las romerías paganas. La juerga fue una invitación para la herejía.

Los buenos practicantes, con algunas excepciones, se dejaron llevar por el mecanismo ritual y no por la palabra del Verbo. Las matronas y las solteronas hicieron de los templos su feudo donde la consigna era figurar, mangonear y juzgar.

El vicio de cumplir con la tradición sin examinar la conciencia contaminó los comportamientos comunales. El Domingo de Ramos dos auxiliares de Policía descalzos se rascaban el calcañal con placer de equinos viejos. La fiesta no los tocaba. El respeto por el acontecimiento, que cambió la historia de la humanidad, se perdió entre la chabacanería uniformada.

El embeleco de la repentización, propio de las agrupaciones geriátricas parroquiales, se sumó a la informalidad con frases escritas para el asombro: “El vía crucis sabrosito”.

La pasión por mostrar el traje dominguero desencadenó el desfile. La respectiva vuelta a la manzana resumió el espectáculo: folclórico, devoto, caótico, místico, bochinchero y fatigante.

Las persianas y cortinas se movían con timidez. Detrás de cada visillo alguien se burlaba o se santiguaba con temor de converso. La mayoría abrió la boca, miró a la caminata multicolor y escuchó sus cantos destemplados.





En la calle, los transeúntes sorprendidos, se acordaron de colarse al final de la procesión. El tumulto lo componía un centenar de personas. La parroquia, según el censo, dispone de 1.800 almas devotísimas.

La explicación a la deserción masiva es un conjunto de circunstancias jerárquicas, teológicas y mercantiles. La feligresía sólo pide el milagro económico o de salud. (Dios no es una EPS ni un filántropo millonario).

Mientras tanto se giró en la primera esquina. La ministra de la Eucaristía, que escolta la cruz, decide cambiar de ruta porque la calle 63B tiene huecos y basuras.

Un berrido de arriero antiguo emerge vigoroso de la multitud y la somete a la trocha asignada. El chirrido del megáfono y el coro, que cantaba dos himnos distintos a la vez, cierran el episodio del resabio.

La siguiente vuelta corresponde a la ilustre carrera 17. La ministra novata emprende un alegato contra el tráfico urbano y las busetas porque no le acataron su orden.

El alférez de la Policía, encargado de escoltar al simulacro de gentío, intentaba razonar para que la porfiada comprendiera y ocupara un solo carril. El portaestandarte deseaba crucificar a la ladrona del sentido común. El carrusel se repitió bajo techo durante los días siguientes.

El lunes, el martes y el miércoles se vivieron los respectivos vía crucis. El oficio quedó en manos de las laicas que rivalizaron en molestar los históricos caminos de la ciudad deicida. El padre, apoltronado en el presbiterio, esperaba almas para confesar.




Las coordinadoras del evento se encargaron de regañar, manipular, carraspear, empujar, desorganizar, interrumpir, señalar, pujar, gesticular e incumplir con la severidad de los gamonales. Barrieron con lo estipulado en las normas de la caridad. El voceo vociferante fue la pauta para iniciar o corregir el acto. (En la parroquia no tienen pastor, pero sí los guía un arriero).

El programa fue modificado a la guachapanda. Encima de lo estipulado se escribió con máquina los nombres de las comunidades encargadas de tiranizar. A leguas se veía la presión de la alharaca. La dictadura de las solteronas incluyó el antojo del matriarcado. Adulan y traicionan según las circunstancias de la comedia.

La atrocidad, que no aprobó el inútil Consejo, quedó pegada en la puerta. Lo importante era sobresalir y pisotear la humilde tarea. Las jefas mostraron el dominio de la soberbia sobre la sensatez.

El Jueves Santo. Las eminentísimas leyeron las lecturas correspondientes a la Misa Crismal durante la Misa Vespertina de la Cena del Señor. El desliz se complementó con el altercado entre el cura y el obtuso turiferario. Se raparon, en el altar, el cáliz. Los “apóstoles” reclutados, para el lavatorio de los pies, se quedaron en la mitad del corredor y estorbaron el paso del Santísimo.

El Viernes Santo. El vía crucis, organizado por el Consejo de una manera coherente, cambió de rumbo. Entró en el campo de la debacle con un paseo por las fronteras parroquiales.

En ese andar hubo dos cosas dignas de mención. La primera: la ministra lambona, en su afán de satisfacer su ego, llegó tarde y se instaló con el cirial detrás del clérigo.



El portaestandarte le llamó la atención. Por poco su retahíla no se calla. Ante la orden precisa de ocupar un lugar en el espacio y no en el capricho se despachó con reclamos iracundos. La conmoción, los reproches, los chismorreos arteros y los insultos por la espalda duraron el fin de semana. Soltaron a Barrabás.

El incidente sirvió para gestar un diálogo donde la falsedad de Caifás se quedó estupefacta. Dos marimandonas avergonzaron a Maquiavelo, César Borgia y al cardenal Richelieu. Pobre trío de aprendices. Ellos no conocieron lo que se fragua en una sacristía de Muequetá.

Qué gran actuación. Las lenguas viperinas despotricaron de su amiga, la ministra problema, con una delicadeza de escápelo. La diatriba fue soberbia e impecable. El uso del lenguaje descuartizó la honra con la más fina galantería. El sonido paciente de sus voces mojigatas, al estilo de los Médicis, resultó sublime. Realmente estuvieron magníficas.

Segunda: La procesión. El despelote, causado por romper con lo planeado, atrajo a una señora de trusa rosada y cola de caballo. La fémina se dedicó a pasear con su hijo montado en un artefacto de pedal. El pequeño entorpecía la marcha. Su madrecita mostraba las bondades del gimnasio en sus voluptuosas formas. La deportista hizo todo lo posible para embrujar a los caballeros con su lujuria desatada.

El vergajito seguía, cual nigua africana, mortificando la piel de los cirineos. La gimnasta permanecía indiferente ante el fastidioso incidente. No habría sido cristiano ensartar, como trucha de río, al sinapismo, pero sí era válido recordar un pasaje evangélico donde los apóstoles claman por una lluvia de fuego.



Unas cuadras más adelante, una camioneta ingresó veloz por la carrera 19 y aceleró contra la muchedumbre, devota y sudorosa. No obedeció a las señales de la Policía para desviarse. El conductor suplicaba pasar porque llevaba a un abuelo con síntomas de infarto. El vehículo estuvo a un pelo de convertir al infante en una destripada masa sanguinolenta.

La tragedia se evitó por una acción divina. La inercia habría sido suficiente para aplastarlo, pero la nave se mantuvo quieta hasta que la progenitora, motivada por los gritos, acudió a quitar de la llanta delantera derecha a su hijo y a la rueda del triciclo. El crucificado contempló la escena.

El susto le despertó el instinto materno. La vanidosa descubrió que el urbanismo inventó los andenes para proteger a los peatones.

El Sábado Santo. La ceremonia del fuego no empezó a tiempo porque el sacristán no encendió la fogata, tarea por la cual recibe un salario. Situación normal en un casa cural donde la esposa del misario madrea al sacerdote cada vez que discuten por el uso de una lavadora.

Son seis años consecutivos de lo mismo. Irreverencia, desacralización, improvisación, desorden, autoritarismo, marrullería, mediocridad, sectarismo y mundanal doblez.

La queja se extendió por arciprestazgos y diócesis. La respuesta fue cruel: “Mijito, en todas las parroquias es lo mismo, hay círculos cerrados”.

Si los obispos de Aparecida vivieran la realidad de sus rebaños desperdigados por la fe comercial dejarían de gastar millonadas en conferencias inútiles.





Para qué sirven conclusiones como: “Discípulos y misioneros de Cristo”. Esa idea lleva 2.000 años funcionando sin tregua.

Las preguntas, que no resolvió el concilio, son: ¿Dónde está el remedio contra el terrible flagelo de la beatería? ¿Por qué la tozudez de un arzobispo es el calvario de una comunidad?

¿Por qué los fieles, que no aman ni comprenden a su párroco, deben vivir bajo la guerra entre autoridad moral (presbítero) y poder económico (los diezmeros)?

Es más práctico eliminar la conducta gazmoña que predicar sobre la tolerancia. Ante la necedad del Monseñor no hay Evangelio, sólo sermón.

La Iglesia Católica se consume por causa de la beatería. Este pecado chantajea a los Diez Mandamientos con las malévolas sonrisas de unas santurronas de barriada.

Al final quedó la fatiga del combate. Se cumplió con llevar el madero, pero no se avanzó en el mandato del amor. El absolutismo del berrinche, enquistado en la estupidez, sólo causa humana repulsión.

La Conferencia Episcopal Colombiana debería usar las sandalias del pescador para caminar por las razones y causas del rebaño que fragua conspiraciones y semillas de secta.

El Evangelio, vertido en un apostolado de servicio, no puede ser el lejano mandato de unos conferencistas vestidos con el manto púrpura.

“¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”