martes, 15 de abril de 2008

La turbamulta

La guacherna imperiosa, envalentonada, ebria y fatal en su concepción criminal se lanzó al saqueo, la pasión de los bandoleros. El resultado atroz aniquiló la historia de los cachacos: ‘el bogotazo’.

Bogotá, la ciudad del Águila Negra, perdió su condición de Atenas Suramericana. Asesinado el patrón, el que le apretaba el dogal con su labia subversiva, la plebe se desparramó iracunda. La masa acéfala, cual hidra enloquecida, vomitó estertores de ruina. Quería deglutar cuatro siglos de estupros. El pueblo a su iracunda discreción fue un cruel relámpago tembloroso, el constructor del desastre.

La actitud irresistible de los trogloditas se canalizó hacia el embrutecimiento formal. La miseria mojó su gaznate con la chicha de Las Cruces. A ese cóctel altanero le mezclaron botellas de güisqui escocés. Las destaparon con el canto del machete y las bebieron con furia vikinga.

El ensayo general del Apocalipsis se desató sobre la impoluta Perla de los Andes. La blasfemia del guijarro instauró el imperio del horror. La turba, de réprobos enruanados, perdió la ocasión de las muchedumbres, el ataque a mansalva.

El resabio compulsivo impuso su cátedra: Rapiñar. La lúgubre tropa terrorista se confundió lasciva. Inclinada por la cólera viciosa no tuvo la sapiencia de colgar del pescuezo al Zorro Plateado, alias Mariano Ospina Pérez. La violencia visceral los ofrendó al descomunal caos del ultraje carnal.

El Crimen de Abril los acusa. El motín descuartizó e incineró el asiento de la civilización y la cultura de una sociedad que se defendía con ardentía de la patanería. La invasión de las costumbres vulgares la sitiaba.

El tumulto enloquecido vociferaba. Arrastraba un cadáver desnudo. Delito impúdico de las almas atrofiadas. Hasta este punto del acontecimiento los hijos del caudillismo mostraban cordura. El derecho al legítimo linchamiento se cumplía a cabalidad. Y en ese vértice, de aquel viernes trágico, el derecho de las gentes debió mostrar que estaba forjado por la locura y el heroísmo. La prueba fatídica lo doblegó bajo el impulso delictivo del raponazo. La ley de los patibularios desembocó en el asalto a las vitrinas.

La lobería sarnosa aulló desaforada. La horrenda pataleta arribista lució un abrigo de piel o se colocó un botín de charol sobre las alpargatas. La dicha revolucionaria claudicó. Ahí, con esa conducta de galeotes feroces, mataron el legado fascista de Gaitán. El negro Jorge Eliécer los disciplinó con la Marcha del Silencio. Los convirtió en el Ejército de la Protesta. Gaitán, discípulo ideológico de Benito Mussolini, hizo suyas las palabras con las que el Duce encabezó la marcha sobre Roma: “Si avanzo, seguidme; si retrocedo, matadme; si muero, vengadme” (menos mal que era de izquierda).

Sus seguidores demostraron que el cruce entre la carne de presidio ibérico, el esclavo cimarrón y el antropófago caribeño sirve para criar pirañas. Las etnias, sancochadas con las mañas taimadas del altiplano paramuno, son nefastas. Son la traición alevosa del incesto.

La urbe gimió con las candeladas de los macheteros. El civismo tembló al escuchar el tropel bestial de los descendientes de Lope de Aguirre, el traidor al Rey. Algunos sacerdotes defendieron a físico plomo la tradición, la familia y la propiedad. (Como debe ser).

La Catedral Primada aún guarda en sus torres los impactos del máuser, que a mampuesto, atacó a los heroicos francotiradores. Los religiosos defendieron la consigna de san Ezequiel Moreno: “El liberalismo es pecado”.

El monstruo se retorcía herido y esperaba babeante la satisfacción de su impulso profanador. La orgía, arrebatada y calcinante, inauguró la rutina de la canalla delirante.

Se mataba sin orden. Sin distinguir siluetas. La muerte danzó con los brutos beodos, bebedores del llanto y la sangre. La masa desarticulada midió con el rasero de la horda la dignidad y el delito. Mezcló en su estercolero político la herencia arquitectónica de sus hijos con la inmunda amnesia de los huérfanos. Se abalanzó sobre las capillas, los museos y las mansiones. Los tesoros de la cristiandad aguardaron con dignidad de mártires la antorcha de los bárbaros.

El populacho iracundo, resentido y manipulado se torció bajo la autoría intelectual de las sombras. Las cofradías de las sectas nauseabundas se encargaron de usar el tumulto para esconder las garras del titiritero de Juan Roa Sierra.

Los cementerios y las fosas comunes sin prisa, pero sin pausa devoraron la desmesura de las jaurías. La hedentina escrituró su testamento de gusaneras a la capital moribunda.

Los costales húmedos, en charcos de sangraza, acumulaban riquezas producto del pillaje. Blasones y apellidos cambiaron de estirpe. El cristal murano relevó a la vela de cebo. El bombillo alumbró covachas de arrabal y catres de prestamistas. Las sirvientas y los guaimarones se entrelazaron en concubinatos libertinos. Las familias de los guaches levantiscos pasaron de ser ponzoñosas sabandijas a empresarios de la lujuria.

Las bayonetas estatales llegaron. El amo les pegó un par de berridos. La manada ahíta dejó de chasquear los zancarrones y se refugió en el cubil de la vergüenza. La turbamulta tuvo la oportunidad para destronar a la raposa de Palacio, pero edificó el país de las tumbas sobre un altar de cenizas. La revuelta de la licantropía había triunfado.

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Mi abuela paterna, de odios escarlatas y pasiones banderizas, jamás les perdonó el 9 de abril. La matrona liberal podía contar en sus recuerdos hasta el teniente Juan Hinestrosa, uno de los conjurados del 25 de septiembre de 1828. “En aquella época se nos voló el langaruto del Bolívar”, afirmaba la noble matriarca.

Su padre y su abuelo combatieron en la batalla de Palonegro. Le dieron con los rémington candela a las huestes del generalísimo Próspero Pinzón. Los paladines de la familia fueron huéspedes de Estado en la famosa penitenciaría del Estado Soberano de Cundinamarca conocida como “El Panóptico”.

De sus mazmorras se fugaron, a fuego y retirada, por entre una alcantarilla para seguir a Uribe Uribe. Más adelante donaron mi herencia millonaria a la campaña presidencial de Alfonso López Pumarejo. Eran “putos, liberales y machos”. Su legado fue: “No hay aguardiente malo ni godo bueno”. Bajo los edificantes principios tutelares de los cachiporros, en mis años mozos, apedreé la casa de un alcalde pueblerino y le grité: “Los godos no van al cielo porque Dios es liberal”.

Educado por liberales manchesterianos me gradué de azul prusiano y con dexiocardia (desviación del corazón hacia la derecha). Por eso cuando escucho los discursos de Gaitán me dan ganas de echarle plomo a los chusmeros. Vainas de la política, ¿no?, ala.