lunes, 13 de octubre de 2008

Convulsión barrial

El aprendiz de tirano declaró la conmoción interior. El paupérrimo concepto constitucional es la consecuencia del desastre normativo escrito en un código legalizado por el soborno.

Farsolandia, el primer error de la Historia, es feliz con el tumulto levantisco en su alma de parcela. El paisito es un yerro garrafal del rezago oscurantista medieval. Es una mancha en la cartografía naviera del siglo XVI. La equivocación de Colón se tradujo en un mote delineado por la burla, Las Indias. A Cristóbal Colón, el juez Francisco de Bobadilla, lo metió preso por la defecada continental de 1492. No era para menos. Sirva la condena de consuelo moral.

Desde la invasión ibérica, el anteproyecto de guarida cavernícola vive en una remoción constante. Pero Uribe no sabe qué es una conmoción. El masón de Palacio aún ignora el uso semántico de la perturbación nacional. Tres casos le pueden ilustrar sobre el significado de la palabreja.

El primero sucedió al principio de un crepúsculo invernal de verano. Un indigente instaló su costal al abrigo de una corporación bancaria ubicada en la esquina de la carrera 13 con calle 64. El sujeto se echó a dormir a pierna suelta en el frío andén. Ni el celador ni la Policía llegaron para convertirlo en balón de fútbol. El milagro traía un presagio cruel.

Pasó una semana. El durmiente privatizó su derecho a la ocupación del asfalto. Un jueves, sobre las 6:30 p.m., roncaba el pobre desgalamido. El rostro, tiznado por una mugre antidiluviana, mostraba una sonrisa amable. La paz onírica fue brutalmente interrumpida por una serie de alaridos histéricos de posesos en exorcismo radiofónico. El lío se desencadenó con furia descuajaringada.

El saqueo visigodo de Roma parecía una piñata sabatina comparada con la trifulca vespertina y chapineruna. Los hechos son cabeza de proceso contra la urbe caída.

Dos señoras, muy emperifolladas, pasaron por el lado del dormilón. Las damas hacían sonar sus carramplones cual potrancas recién herradas. Las minifaldas se meneaban coquetas. La más joven del dúo incrustó el tacón puntilla en el desguarnecido dedo meñique del mendicante roncador.

El sujeto, máquina descompuesta, se incorporó al instante. La mitad de su cuerpo liberó la inercia del resorte. La mugrienta cabeza quedó metida entre la faldita y los glúteos. La agresora saltó, gritó, gimió, lloró, chilló, vociferó y huyó despavorida calle abajo. Su acompañante, ante el ataque por la retaguardia, decidió suicidarse y se lanzó contra el torrente vehicular de la 64. Infortunadamente, por ser la hora del trancón, no pudo ser arrollada. La orate en trance rodó, con sus bragas al aire, por encima del capó de un Jeep. La mujerona buscó ayuda en un taxista.

El chófer la calmó con una frase galante: “Gurre hijueputa, ¿quiere varilla o cigüeñal?”

La secuencia del escándalo creció. El gozque del parqueadero de motocicletas ladró furioso, los chulos del burdel chiflaron, las rameras soltaron la carcajada, el vendedor de arepas sopló el anafe y los cajeros interrumpieron sus transacciones. Los saltitos descontrolados persistían con gritos agudísimos. El semáforo cambió y un grupo de peatones curiosos le preguntó al mendicante despierto: ¿qué pasó? El desconcertado infeliz, sentado sobre una hedionda cobija con olor a tufo de hipopótamo, contestó: “Me despertó una nalgada”.

Las gritonas aceptaron la dimensión del ridículo y desaparecieron.

La otra alharaca ocurrió cuadras y días más lejos.


El tipógrafo de Muequetá compró un hámster Roborovski (Phodopus roborovskii). El pequeño aspirante a gran roedor de la superfamilia de los múridos se mantenía en su jaula sin más fatigas que el rodaje inútil de la bestia encarcelada. El hiperactivo enano, de pelaje color café, creció hasta los cuatro centímetros. Al llegar a esa edad, con altura minúscula, el dueño decidió darle un rato de sol con lluvia.

La salida coincidió con una odiosa visita familiar al taller. La extensa parentela la componían primas, sobrinas, hijas, novias, amigas, mozas y hermanas. El batallón de féminas, en reunión dominguera, se arremolinó contra el hombre. La estridente capacidad oral superaba las veinte voces, los cincuenta chismes y un diálogo perpetuo de formas voluptuosas.

El trabajador, para evitarse el sofoco zalamero, echó el hámster a la calle y detrás le lanzó al gato hambriento. El atigrado saltó del brazo del amo con soltura olímpica. La presa corría atortolada por sobre los zapatos femeninos. Los guargüeros emitían una algarabía de aquelarre. Las hembras desertaron en despavorida desbandada.

Las nenas huían dando corcoveos y aullidos dignos de un neardental enardecido. El lambón de turno, un noviecito novato, intentó impresionar a la suegra. El tontorrón quiso aplastar con su bota al proyecto de ratón. El felino metió la zarpa y salvó al hámster de ser convertido en sanguinolenta papilla. El minino tuvo piedad de su cena y se dedicó a lamerlo con gustosa marrullería. El patrón, ante la alarma del vecindario, rescató al félido de atragantarse con el aterrorizado hamstercillo.

Las faldas desbocadas se estrellaron contra pechos varoniles que las admiraban clandestinos. Las enamoradas produjeron varias protuberancias inocultables en las braguetas.

Las consecuencias de los encontronazos produjeron rubores lascivos. El padrote escuchó la algarabía de su hembraje. Indignado, salió y silenció a la barriada con un eructo de marrano cebado.

El dato de cierre envejece al redactor porque es un acto aberrante, producido por la catalepsia de un Estado deforme. Un sujeto anónimo buscó afanado una casa comercial (compraventa) de la avenida Caracas. El fulano entró en el establecimiento para empeñar un gallo de pelea. El plumífero fue aceptado por el agiotista y amarrado con una cabuya grasienta al manubrio de una bicicleta. Se necesita una patria derrotada para que un gallero empeñe su ave de combate. El fuego que asoló a Sodoma clama por una incineración instantánea.

La solución a este desbarajuste inmoral implora por el regreso al imperio del orden teocrático y a la represión del supremo inquisidor. El fin justifica el medio dictatorial.

El siglo XVIII es el modelo a seguir. Los mayorazgos eran los campos del orden sin progreso en esta sabana de ungulados. La vara del patrón, sobre el lomo del peón, domesticaba la malicia. En aquella época feliz, la ortodoxia conservadora guiaba los pulcros destinos morales sin guachafitas ni idolatrías.

Habrá que volver a las penas severísimas y a la dictadura sangrienta para suprimir las ideas revoltosas. El poder virreinal debe ser reinstaurado para sofocar la febrícula o hipertermia tropical. Hay que extirpar el estribillo pecador de la libertad religiosa, el populismo liberal, la anarquía zurda y cualquier embuste que atente contra el derecho del absolutismo.

Así, el señor mayordomo no tendría que declarar la conmoción interior. Además, la Colombia pordiosera no despertaría de su infame pobreza contra un culo de silicona.