martes, 19 de mayo de 2009

El nudo corredizo

TransMilenio es la venganza capitalina sobre los provincianos arribistas. El vergonzoso sistema para empaquetar, encajonar y asfixiar gente es la versión desmejorada de los funcionales trenes que aprovisionaban los campos de Auschwitz, en Polonia.

El perverso medio sólo beneficia a los dueños de un vehículo porque les ahorra dos horas de sueño, 15 mil pesos de parqueadero, tres galones de gasolina y les evita la calvicie prematura por la cantaleta conyugal en un semáforo dañado. Esas ventajas soberanas tienen ñapa: Llegan temprano a la oficina. Hasta ahí, la fantasía del corral rojo es insustituible.

El resto es la epistemología del tumulto aplicada a las corralejas.

La fila, para comprar una tarjeta-pasaje, avanza tan rápido como la cajera lo permita. Luego, la masa desbocada intenta ingresar al vagón-paradero por cuatro registradoras. Dos son de salida. De las otras dos, una no lee las tarjetas. La que funciona es usurpada por una señora embarazada, gorda e hinchada. Ella intenta meter un caminador, con su respectivo sute amarrado al tetero, tres jotos boyacenses, un pañolón y cuatro chinos menesterosos.

Cuando el técnico desarregla el problema, los avispados pasan sin pagar. Los colados atraviesan el primer obstáculo junto a la turba jadeante. Ellos se instalan sobre la mancha amarilla para violar la prohibición. El letrero dice: “Dejar salir primero es entrar más rápido”. La lectura es decodificado por la colombianada. “Entrar más rápido es no salir primero”.

En este punto del impacto, las muchedumbres chocan sus fuerzas derrotadas contra las necesidades del salario mínimo. Ahí se desencadena el averno. Surge el demonio cavernícola criado con enjuagadura láctica de mamut siberiano.


Él puede, a punta de codazos, ingresar. Es el gesto brutal, fuerza tele somática que traspasa la materia. La bestia energúmena aúlla victoriosa cuando se aferra a la varilla central. Allí estorbará el paso a los bultos ingresados a la brava.

No puede ser posible. Ya escribí una página y aún no me subo al bus. Suplico a la ira santa para que mi Dios bendito borre, con el fuego aplicado a la impía Sodoma, la estación, los portales y toda mentira motorizada que atente contra la evolución móvil. La respuesta del Altísimo es redentora: “Toma tu cruz y sígueme”.

El mandato es inapelable. Simplemente permito a la inercia que me comprima en el vientre de la próxima máquina. Dentro suceden vainas raras.

Una señorita, palabras en desuso del castellano moderno, me mira risueña y me dice: “Señor, le está sonando el celular”. La contemplo agradecido: “Ala, hazme el favor de contestar porque no puedo bajar los brazos”. La muy servicial réplica: “Y si es su novia qué le digo”. Dile: “Que estoy atorado en un ergonómico TransMilenio. Mi amada comprenderá el porqué soy candidato al martirologio romano”. La ninfa intenta sacar el teléfono y se sonroja. “Uy, padre perdone...”. Los batracios del lado sonríen maliciosos. No falta el comentario soez que ameritaría unos gargarismos con alquitrán ardiendo.

En la siguiente estación se comprimen siete personas en un metro cuadro. Entre los asfixiados sobresale un obrero mediapala en celo. El sujeto, con cara de Tribilín, le habla a su damisela: “Ustedes, las mujeres, son como las rosas: lindas por fuera y por dentro repletas de espinas”. Teofrasto de Ereso, padre de la botánica, me clama para que le azote el cogote con un rosal. El diálogo romancero, y sus frases sin lógica vegetal, me obligó a descender una parada antes de lo habitual.



Esta vez fui misericordiosamente expulsado a un atestado cajón donde un estudiante forcejeaba con un truhán. Le había robado la billetera. Los chismosos solidarios le pedían socorro a un policía desarmado. Al fin pude salir (por la puerta de entrada) de aquel túnel infame donde se gesta el mito de la caverna.

Infortunadamente me quedé en la frontera sur de Chapinero. Los antros tenebrosos tenían sus escondrijos abiertos. Las callejeras usaron el protocolo debido a las braguetas bravas para saludarme. Los guapos me hicieron una calle de honor. Seguramente, Dios quiso premiar mi obediencia, con una catequesis sobre el salmo 91, por usar la desgracia motorizada: “…Pues ha dado a su ángeles la orden de protegerte en todos tus caminos…”.

Al llegar a la congestionada 63 se me acercó un apache. “Oiga, llave. Le vendo un lavamanos”. La pieza de porcelana era una antigüedad. El armatoste, un digno representante del patrimonio arquitectónico de Teusaquillo, le doblaba el espinazo.

El rufián, molesto con mi inquisidora mirada, se alebrestó y me amenazó: “Pues se bajó del billete porque necesito para un TransMilenio”. Le contesté, entre asombrado y colérico: “Usted, garnúplea de quinta, piensa atracarme con un lavamanos…”. El malandrín refutó: “Voy de patecabra y tal”.

Afortunadamente, mi renitis alérgica se había convertido en gripe. Le informé al ratero: “Tengo la peste porcina” y le solté un abundante estornudo en su demacrado rostro. La sabandija huyó dando brincos y alaridos. El fugitivo gritaba: “Me pringó el marrano”. No se queje, sabandija mugrienta, y báñese la jeta…en el lavamanos.

En conclusión, el único sistema de transporte masivo que funciona en estas breñas andinas es el mulero. Desde el siglo XVI, la voz del progreso es el patrimonio de la arriería: ¡Uiste! ¡Uiste, mula! ¡Atájenla! ¡Santa Bárbara bendita! ¡Viene TransMilenio!