miércoles, 24 de septiembre de 2008

¿Farsolandia o Farsalandia?

El título del blog ha sido cuestionado por un lector que sugiere volver a la cordura semántica y decir: “Farsalandia”.

El buen consejero, aparentemente, tiene la razón. Sin embargo, se olvida de que en Colombia la mentira es víctima de una falsificación desmejorada. La calumnia se mistifica con el insulto y el axioma muere.

En ese pueblo de mitómanos, embrujados por los desahumerios de Regina 11, la impostura es la costumbre del perjurio. La cotidianidad lo confirma. ¿Entonces cómo se hace para subsistir en un pastizal donde la única verdad es la mentira?

Simple, se cambia la farsa por “la farso”. Dos palabras sin alma.

Al lingüista, atormentado por la ortodoxia gramatical, se le sugiere leer la realidad doméstica porque ella defiende al neologismo. Le basta con escuchar a Uribe, el Culebrero.

El caudillo farsolandés se caracteriza por su idolatría veterotestamentaria por el fraude, el engaño y la falsedad. Los sinónimos, enrazados con el infundio, le sirven para alardear de su virtuosa capacidad para la trácala.

El mandatario tolera y estimula el legalizado “mercado del agáchese”. El problema radica en el paradigma de las relaciones mercantiles adaptadas para injertar el delito en el trabajo.

El ciudadano inope compra, en un puesto callejero, cuchillas para afeitarse. Hasta ahí la infracción institucional es una obra patriótica del contrabando. Lo criminal del asunto es que la máquina desechable, muy bien empacada, sea de segunda y conserve trozos de hirsutos pelambres.


La lista de los oropeles es un himno nacional a la trasgresión. Los discos compactos, los videos, los teléfonos, los relojes y las lociones son adminículos, falsificados en China, que ingresan a Farsolandia para ser devaluados por la tecnología fraudulenta de la sustitución simulada. El mimetismo de los facinerosos hace de la reventa un estercolero para fecundar las políticas del subdesarrollo. (Les prometen legalizar el matute).

Entendido el proceso del artificio no se puede hablar de farsa en términos de significados exactos como: engaño, patraña, ficción, comedia, enredo, fingimiento, tramoya y trampa porque se caería en el vicio de los trapaceros. Sería un sofisma. La mentira nativa debe ser pervertida para que reciba el sello de calidad. El vicio de nulidad dice: “Chiviado en Colombia”.

Esa aldea, con el remoquete de república, es ducha en el plagio. La tarea de los avispados, castrados en su creatividad, es un acto fatídico. El plagiador pertenece a la subespecie engendrada por el comportamiento mediocre de los trapisondistas. El sujeto, un fulano de tal, es fingido y engañador.

El resultado de sus obras legendarias se lee en los diarios. Las noticias, que claman paredón, se pierden en la apática indiferencia precolombina. Las historias forman parte del concepto de la civilización de los tugurios.

La realidad asombra a la farsa:

Junio 30 de 2008.

En San José del Guaviare construyeron una urbanización compuesta por 180 casas de interés social. Las edificaciones, de tres pisos, no tienen escaleras.

Julio. En Manizales. Dos putas, menores de edad, ingresaron a un CAI móvil de la Policía para fornicar con un vago.

14 de julio. A un conductor le impusieron un comparendo por pasarse una luz en rojo. Los hechos ocurrieron en la Avenida Boyacá con calle 68 donde no hay semáforo. Hay puente vial.

Los autores de estos atropellos a la creación son expertos en adulterar, desnaturalizar, corromper, contrahacer, torcer y descomponer. Aman el disimulo y la falsía. Sobreviven para alterar, en detrimento del embrollo, los chanchullos amañados.

Son teguas sofísticos, adventicios, ficticios, fingidos, falaces, desleales felones, perjuros, pérfidos, simuladores, inexactos, artificiales, desfigurados, apócrifos, equivocados y subrepticios. Son la colombianada, supuesta y variada, para uso del mal.

Nada, en esa aberrante dehesa de matachines estrambóticos, sucede bajo el imperio de una lógica saludable. El genoma perdido la condena. La trifulca biológica señala un derrotero pródigo en descalabros. El infausto delictivo tiene su fondo científico irrefutable. Las herencias atávicas del español saqueador, el marrullero resabio del negro cimarrón y la malicia postdiluviana del indígena taimado crearon al reptil político.

El lagarto, de coraza facsímile, convierte la falacia en el sosiego elemental del atentado. La conducta del embuste es idéntica a su portador. No importa si se apoda Horacio, Obdulio, Álvaro, Hugo, Evo o Rafael la tragedia contumaz se aproxima con sus inundaciones de babaza.

En conclusión, Farsolandia es una farsa adulterada, maquillada, falaz, artera y ponzoñosa. Farsolandia es una fotocopia espuria de una colombianidad embustera.