sábado, 14 de noviembre de 2009

Kaimán bogotanensis


Los caimanes del río Bogotá demuestran que Farsolandia es un criadero de lagartos. La especie se niega a desaparecer a pesar de que sus homólogos se multiplican por entre los pasillos del Capitolio Nacional.

La fama de los acorazados silvestres traspasó las fronteras. Una señora, del sur del continente, me escribió para preguntarme si es verdad que los saurios pueden vivir entre las mentiras criollas.

La respuesta es un sí rotundo porque nuestros gobernantes son proclives a reptar ante el soborno, estímulo de sus infamias. Ese comportamiento es parte integral de una identidad fraudulenta. No en vano el ilustre monarca español, don Fernando El Católico, incluyó un caimán en el escudo de armas de Santa María la Antigua del Darién. (Real cédula del 16 de julio de 1515).

En este cafetal esquinero, la realidad se nutre con asombros interminables porque la incredulidad es norma. Por eso, le contaré una historia que prueba la existencia de los reptiles del orden de los Emidosaurios en versión alcantarilla bogotana.

El hallazgo quedó consignado en mi Diario de campo, fechado el siete de diciembre de 1997, día en el cual me enteré de la existencia de un reservorio del caimán del Magdalena o caimán aguja (Crocodylus acutus) dentro de las pestilentes aguas del río Bogotá.

Mi desconocida lectora, si le asaltan las dudas, intentaré dejar de lado mi habitual sarcasmo y retomaré algunas notas del pasado. La idea es satisfacer su curiosidad, aunque debe tener en cuenta que este pueblo bárbaro lleva dos siglos, de criminal existencia, dedicado a matar su principal arteria fluvial, el río grande de la Magdalena.



“El mesero del lanchón restaurante El Capi, anclado en la porteña ciudad de Girardot, le gritó a un desconocido: ‘No le arroje basura al río’. El infractor no obedeció porque vivía en Flandes, Tolima. Los desperdicios cayeron como un bombardeo de miseria desde una de las bases del puente ferroviario. Los chulos de las orillas ratificaron que el botín no valía la pena. Están saciados de comer mierda porque un par de kilómetros más arriba desemboca el río Bogotá con su mancha negrísima de perpetua cloaca.

“El camarero seguía vociferando. Discutía contra la corriente, la distancia y el viento. La protesta era una salida irremediable contra el desastre. Él y su padre organizaron un evento al que denominaron: “Primer rally de canotaje. Volver al río Magdalena” y estamparon el logotipo del evento en una serie de camisetas para promocionar la actividad. Los dos hombres quedaron enfrentados contra el abandono de un Estado demente”.

Así estaban los sucesos, antes de embarcarme en una canoa con rumbo hacia la Villa de Santa Lucía de Ambalema, Tolima.  Un  serio inconveniente me cambiaría para siempre el afecto por los medios masivos de comunicación. Un señor moreno, alto y esforzado subió a bordo por la popa del planchón. Traía una red de pesca al hombro. Sin saludar preguntó: “¿Quién es el periodista?”

La pregunta sonó a problema.

Sin más presentaciones me contó lo siguiente: “Hace una semana, mientras iba a recoger cañas de las orillas fui atacado por tres caimanes. Eso sucedió cuando navegaba por el río Bogotá hacia la desembocadura”. Me senté estupefacto sobre una mesa.

Imposible, le dije. Eso no puede ser. Sus ojos tranquilos me miraron con lástima. Intentó irse. Lo detuve para no faltarle al respeto. Espere, repítame los acontecimientos.



Lo hizo y agregó: “…Cortaba cañas para negociar con ellas en Girardot. Hice los atados y regresaba. En un sitio ubicado a un día de camino, río arriba por el Bogotá, los caimanes intentaron voltearme la piragua”.  El encuentro con las bestias incluyó varios ataques a la embarcación que fueron repelidos a punta de remo y machete. El singular hecho fue comentado con la comunidad y otras víctimas de los hambrientos animales.

No, insistí. No es posible. El río Bogotá nace en el municipio de Villapinzón (Cundinamarca) a 3.200 metros sobre el nivel del mar. Al pasar por ese pueblo recibe su primer bautismo de veneno por parte de las curtiembres. Le colorean su curso con una mancha roja y el líquido del páramo sangra. En sus 255 kilómetros de longitud recibe los excrementos de los municipios de Villapinzón, Chocontá, Suesca, Nemocón, Sesquilé, Gachancipá, Tocancipá, Zipaquirá, Sopó, Cajicá, Chía, Cota, Funza, Mosquera, Soacha, Sibaté, San Antonio del Tequendama, Tena, El Colegio, La Mesa, Anapoima, Apulo, Agua de Dios, Tocaima y Girardot (289 m.s.n.m.). Además, el Distrito Capital vierte a diario toneladas de material tóxico. Esto incluye las lentas corrientes de los ríos, convertidos en letrinas, como el Tunjuelito, el Salitre y el Fucha. Son 459 años de exterminio. En algunas zonas del río no hay oxígeno…

Y aún así, en varios meandros del cauce moribundo se pescan cangrejos que los gañanes devoran con avidez. Los aparceros lavan las hortalizas y las vacas de ordeño beben sus aguas sin que nazcan terneros con aletas dorsales.

Ese paisaje contrasta con el comportamiento de los habitantes de la Inspección de Policía de El Charquito, cerca del Salto de Tequendama, en Soacha.  Muchos vecinos cruzan el río Bogotá a nado. Ellos se han adaptado formidablemente a convivir entre la podredumbre de ese sanitario. El municipio sólo se acuerda de esa comunidad cuando algún suicida interpreta su último rito, la parábola del sacrificio… Bueno, y de ahí a que existan los abuelos de los dinosaurios…
El sujeto me miró imperturbable y se rió sarcástico. Consulté el caso con mis acompañantes. El calor de 33 grados centígrados y las polas frías no les permitieron interesarse por el tema. Entonces, indagué sobre la procedencia del personaje con los dueños del planchón. Ellos afirmaron: “Es una persona honorable”.

“No pueden habitar caimanes en el río más podrido del planeta”, afirmé con autoridad de catedrático. El sujeto movió sus hombros y se volvió para burlarse de mí con un gesto displicente. Se me alteró el genio. Nos preparamos para rompernos el alma a puños. Los amigos intervinieron.

José Alberto Ocampo y Pedro Torres, profesores de una importante institución universitaria, me recordaron mis múltiples defensas sobre el bagaje cultural que guarda la sabiduría popular. Hice silencio. Entre sorbos de cervezas y humo de tabaco, los ánimos se aplacaron.

Lo reté para volver al sitio del siniestro. El pescador me pidió algún dinero por arriesgarse a regresar al lugar del ataque. Intenté abortar mi viaje por el Magdalena para verificar la información, pero no tenía el mando de la expedición. Solo era un docente invitado y subordinado a la lejana disciplina institucional. No los podía abandonar porque existían compromisos afectivos muy profundos y la palabra, lo vale todo. El lenguaje decidió la situación. Se apostó una botella de aguardiente para saber quién tenía la razón.

La alegría, la duda mortificante y el milagroso optimismo se interrumpieron porque una lancha llegó para recoger al equipo de producción audiovisual del Departamento de Humanidades de la Universidad los Libertadores.




Los alumnos embarcaron en silencio. La nave, un tronco de madera hueca con unos compartimentos transversales para uso de los pasajeros, se bamboleaba nerviosa. Medía seis metros de largo por uno de ancho. Lentamente se alejó del embarcadero y puso rumbo hacia el Norte por el centro del río Magdalena. No había salvavidas para la duda que me quemaba…

El cronista debe leer la verdad en los ojos, en los gestos, en el ambiente. Es un perro de presa, un perdiguero. No deja el rastro hasta dar con la pieza. El pescador no mentía. Siete semanas después viajé de la capital a Girardot con la misión formal de pedirle perdón por mi alegato. No lo encontré. Le dejé el mensaje con todas las explicaciones del caso. Nunca más lo volví a ver.

En el río Bogotá, en el sitio conocido como “la Olla o la Bolsa” entre Tocaima y Girardot, vivían caimanes de más de tres metros de largo. Esos ejemplares pertenecían a una famosa raza. El caimán del Magdalena, el Crocodylus acutus, extinto en varias zonas del país.

La prueba de pervivencia la escribió el coronel J. P. Hamilton cuando fue agente confidencial de Su Majestad Británica ante el Gobierno de Colombia en 1824. En su libro, titulado Viajes por el interior de Colombia, señaló: “…Por la mañana temprano, el coronel Wilthew y el señor Cade fueron a bañarse al río Bogotá, que dista milla y cuarto de la ciudad. Como estaba inválido no pude darme el placer de este lujo. Toda el agua que se trae a Tocaima procede del río y viene en grandes petacas (o jarras), a lomo de burros o traída por mujeres. Hay unos pocos caimanes en esta parte del río Bogotá, pero no tan grandes como los del Magdalena…”.

Los lugareños de aquellos hediondos parajes me explicaron el secreto de la supervivencia. El Bogotá sale de su sepulcro cuando se precipita por la caída del Salto de Tequendama. Los 157 metros de vacío sirven para matar a la muerte. Algo de oxígeno reaparece. El río Apulo y otros afluentes menores logran el milagro: la vida resucita.
En aquellos días, los monstruos habían conquistado las zonas más allá de los playones. Los machos alfa entraron a buscar alimento en las piscinas de varios condominios campestres que estaban en venta, entre las poblaciones de Ricaurte y Girardot. Incluso, un ejemplar fue capturado en el río Sumapaz, en el área rural de Melgar (Tolima).

Nadie deseaba el escándalo. Los constructores pautaban en los principales medios y ante un aviso publicitario, la verdad se asesina en el matadero de las cuotas publicitarias. No querían perder a sus clientes,  también llamados “fuentes”.

El semanario El Tiempo-Cundinamarca, en su primera edición, publicó un artículo y las fotografías de los caimanes del río Bogotá. Luego vino un espantoso silencio porque un cazador, contratado para aniquilarlos, cumplía su tarea. En 1998, en la plaza principal de Tocaima vivían, entre un pozo, algunos ejemplares de esa raza ferozmente indestructible.

Intenté interesar a unos editores para que le contaran al mundo civilizado sobre el tema. Nada. No era noticia que los reptiles se negaran a desaparecer del aquel Leteo donde la hedentina rompe los pulmones.

Los planes particulares por salvar a esos bichos sólo acumularon fracasos. Los equipos de rescate nunca pasaron de ciertos puntos. La fetidez se podía oler a 500 pies de altura sobre el río Bogotá. Los recursos económicos se agotaron entre ese estercolero.

Tiempos después, una luz reconfortó la lucha vencida. En un informe de Proaves Colombia se informó: “…Estado actual de un relicto poblacional del caimán agujo (crocodylus acutus cuvier, 1807) en una zona del Magdalena medio, octubre de 2004.  “…La presencia de esta especie en el territorio colombiano se ha calculado en 235.006 km2 de las áreas hidrográficas del Caribe, Magdalena, Cauca y el Pacífico.



“Las más recientes evaluaciones indican que C. acutus se encuentra en la parte baja del río Bogotá así como en los ríos Bache, Cocorná, Man, Truandó, León, Chintado y Tapias. Según los criterios del UICN, el Crocodylus acutus en Colombia está en peligro crítico de extinción (CR), pues se estima que hay menos de 250…”.

En los años 2006 y 2007 intenté nuevos proyectos para preservar al kaimán (voz taína). Los patrocinadores me condenaron al exilio afectivo por utopía manifiesta.

En la cuaresma del 2008 regresé a Girardot dispuesto a terminar la tarea. Los atracadores del sector tuvieron la gentileza de persuadirme del intento. La antigua vía de ingreso a la desembocadura era un lugar invadido por la miseria deteriorada  en el caos.

Los tugurios son trincheras de gentes buenas y guaridas de malandrines. Necesitaba escolta policial. Los agentes del orden se negaron a oler y sentir el infierno en su expresión acuosa.

Me quedé con los recuerdos atados a la memoria.  Me fui para el lugar donde todo comenzó, el muelle flotante. Ahora denominado: “La Barca del Capitán Rozo”. El dueño del restaurante, previas averiguaciones sobre mis indagaciones, me contó: “…El año pasado por causas del invierno el río se creció y varios caimanes del Bogotá salieron al Magdalena.  Uno atacó a una señora lavandera. Le mordió una pierna para arrastrarla hacia el agua. La gritería nos alertó. Tuvimos que matarlo a machete…” El triste desenlace me alegró. La población  mantenía su crecimiento a pesar de Colombia.

También narró las aventuras de un viejo pescador que se murió aguardando una botella de aguardiente que le debía un periodista. Fue un golpe bajo porque lo busqué durante casi tres años por los puertos y burdeles del alto y medio Magdalena para ofrecerle mis disculpas. Siempre llegué tarde. Mis recados viajaban con la tardanza calentana.

El 4 de marzo de 2008, sentado en la parte nueva del planchón,  me bebía la fúnebre noticia. En ese momento un grupo de caminantes dejó caer, desde el puente vehicular, montones de pétalos de rosas sobre el Magdalena. El homenaje fabuloso despedía mi deuda con un perfume delicado, la absolución. Miles de flores rojas teñían el sol para despedir a mi nostalgia. Sus besos viajeros se posaron sobre la ruta de mis sueños con caricias de viento.

La realidad me regresó a la victoria del trauma. Los huevos incubados por los caimanes en los playones del río muerto siguen eclosionando sus crías invencibles. Los descomunales hocicos lograron burlar el oficio de los escopeteros. Un comunicado de prensa de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR), fechado el 18 de marzo de 2008, puntualizó:

 “…En estado crítico se encuentra el Cocodrilo Americano, también conocido en el centro del país como el Caimán Aguja o Caimán del Magdalena, localizado, según el estudio, en la parte base del río Bogotá y en la cuenca del río Negro…”.

Las ironías no pueden faltar en mi destino. En diciembre de 1995 tomé vacaciones y opté por no saber nada de los periódicos. El Tiempo, en su edición del día 16, publicó una nota que me habría ahorrado muchas ilusiones y sinsabores.

La información se tituló: “Caimanes playeros en Girardot”. “…Como cumpliéndole una cita al sol, al mediodía los caimanes salen del agua marrón y demuestran que son una leyenda que sobrevive entre los ríos Magdalena y Bogotá. Es la hora en que duermen la siesta sobre una playa improvisada…”.

En conclusión, en mi última visita a la caimanera del río Bogotá  realicé tres intentos para saludar, desde una saludable distancia, a sus admirables carnívoros… María de los Alisos, mi amada morena, prometió convertirme en filete para cocodrilos si la volvía a abandonar entre las cálidas brisas de la Ciudad de las Acacias.