martes, 6 de mayo de 2008

Páginas feriales

La vigésima primera feria del libro en Bogotá me explicó el porqué el índice de lectura en Colombia es de 1,6 libros por año. Lee más un analfabeto dormido que mil colegiales.

La horda de cachifos uniformados se infiltró en los pabellones para recoger tarjetitas, las bolsas de promoción del almanaque Bristol y sacarse los mocos ante las cámaras de televisión.

La invasión desencadenada por una pubertad en fiesta fue aprovechada por los profesores para descansar de la “dictadura” de clases. El asueto resultó crítico: “Vayan a la feria y de tarea escriben un ensayo sobre lo que vieron”. Esa orden y las explicaciones académicas de Capulina son del mismo inútil libreto de la chabacanería criolla.

Además, los padres de familia no tuvieron la gentileza de aumentar la mesada para comprar una cartilla Coquito. Los benefactores todavía están pagando los textos escolares de enero.

Los que sí encontraron un motivo para extorsionar a los progenitores fueron los jardines infantiles con un simulacro de salida pedagógica. Filas interminable de párvulos enganchados por el delantal entorpecían el paso victorioso de los últimos lectores. Muchedumbres y alharacas servían para convencer al Japón que Farsolandia es un país de intelectuales. El engaño ingenuo de la algarabía impuso el peso del tumulto enardecido.

Entonces, ¿a qué fueron al sagrado anaquel de Corferias? La respuesta tiene múltiples opciones, pero podría empezar por una novena a san Herodes.

Los muchachos no probaron el formativo reglamento de la pedagogía francesa. En ese arsenal disciplinario, la férula, el coscorrón y el pellizco retorcido eran elementos básicos de la cátedra de cívica y urbanidad. Los tiempos del progreso se acabaron en los divanes de los sicólogos Nueva Era.

Los badulaques se dedicaron al coqueteo bárbaro de las crisis de adolescencia. En el segundo piso del pabellón 6 se presentó una escena de romance callejero. La jovencita brincona le dio un beso mordelón al novio zoquete y por un extraño artilugio de sus labios el pirsin (piercing) se le quedó atorado en los incisivos cariados de su amado.

Los dos amantes protagonizaron un zarandeo de mapalé. No podían desengarzarse porque el dolor los retorcía en una danza loca de furias y alaridos. Adheridos, boca a boca, demostraron que no leyeron ni a Boccaccio ni a Casanova y muchos menos La casa de los besos de Claudia Bielinsky. La tarea escolar les quedó como el título de la novela de Janette Winterson: Escrito en el cuerpo.

Los cuerpos que escriben dejaron de manosear y hojear las ediciones vitales, las que se compran, se leen, se aman, se coleccionan y no se prestan. La paz para ejecutar ese acto vital jamás llegó. La guachafita de los vergajitos imponía su marcha de tambochas en temporada de caza.

Sin duda, el apostolado de la lectura fue crucificado por la fiesta de las turbas. La visita ante el altar de la sabiduría debería ser restringida a una elite intelectual patrocinada por los amigos de las bibliotecas. El resto es paseo dominguero motivado por el embeleco. Resulta infame y sacrílego que la gente vaya a un festival del libro a que las gitanas les lean la palma de la mano. ¿Será que sufren de bibliofobia? La quiromancia les robó lectores a los libreros.


Porque feria sí hubo. Saltimbanquis, juegos de preescolar, escondidas americanas, novelas sobre vacas que se salvan del diluvio, café árabe con papa paramuna, kimonos de geishas, monigotes orientales, alaridos de karatekas y modelos en oferta preparatoria para el evento del mueble multiusos.

Sin embargo, la desgracia suele cebarse en la nobleza. El 23 de abril tuve que abandonar el recinto con depresión moral.

Al mayordomo mayor le dio por ir a inaugurar la vitrina de la industria editorial. La ventolera del primer mandatario incluyó perros husmeadores, guardaespaldas, comandos y tropas del batallón Guardia Presidencial que se desplegaron furtivos. ¿Estarían buscando a don Tomás Carrasquilla?

El andamiaje militar era para proteger a Uribe de un ataque de la cultura. El presidente no se sentía seguro rodeado de los cuentos del papá de la Marquesa de Yolombó.

Volví dos días después. En un acto heroico busqué el sosiego de la imprenta. Compré un par de tomos sobre la Guerra de los Mil Días y terminé inmerso en una maravillosa cita histórica sobre el siglo XIX, tema de la próxima entrega. Y fin del nirvana.

El único recuerdo bello se quedó estacionado en el pabellón 6 piso 2, stand 537. Lugar donde la editorial Epígrafe tuvo la valentía de acercar el futuro con los E-Book. Pero no hay cielo sin infierno. Al lado estaban el vendedor del Anticristo, los sarracenos y más adelante el material de la Izquierda Viva. Demasiada herejía para un humilde admirador de las Cruzadas. Mi columna vertebral se averió. En mi cama me dediqué a realizar el oficio maravilloso de conversar con la palabra escrita. Me aguardaba Una historia de la lectura de Alberto Manguel. Historia que no pude leer en la Feria del Libro.