martes, 19 de agosto de 2008

El dicterio, la voz del rufián

Hay vocablos que matan. El domingo 27 de julio, un hincha del fútbol murió de 25 puñaladas traperas. Los agresores acudieron en manada para ultimar a la víctima.

Un especialista en explicar fenómenos irracionales atribuyó la causa del desenlace fatal a un inadecuado uso del idioma. Los pandilleros, educados a punta de zurriago, presentan desperfectos en su corteza cerebral. Este tejido nervioso contiene neuronas relacionadas con la comprensión del lenguaje.

El habla es la clave para descifrar el hecho luctuoso. La teoría es simple. Los deslenguados emplean para insultarse un recurso lingüístico que no supera las cuatro palabras base: “Gonorrea, piribo, garulla y garvinba”.

A cada afrenta le agregan el respectivo recordatorio materno. Eso incluye el perverso sonido gutural agudo emanado de una garganta hedionda a bazuco barato, aguardiente adulterado y la granujada rastrera.

El ultraje de los atacantes activa el engranaje delictivo: “Garulla, saludes a la gonorrea de su madre”. El lector comprende la necesidad física de una ejecución sumarial para acallar la insoportable vejación.

El vilipendio de los fanáticos, embrutecidos por la inferioridad del alarido iracundo, encontró el pasadizo para responder con un delito: La ofensa a la ortografía.

Las barras bravas son un monumento decadente a la manía de imitar palabras trazadas para uso exclusivo del español culto. El aficionado al perjurio plagia cualquier acto creativo para adulterar su esencia. El fútbol de potrero no es la excepción.


Los seguidores de los equipos de provincia se insultan con denuestos que avergüenzan a los coteros de Corabastos. No es menester recordarlos. Basta con un saludo amistoso para entender la dimensión del opuesto: “Intos qué gargajo”.

Los sujetos patrullan las entradas del estadio el Campín para pedir limosnas con frases célebres: “Llaverio, tíreme el plante que estoy paila” o “caiga con la liga”. Si el limosnero es defraudado en su extorsión pedigüeña es factible escuchar: “Garza de semáforo, lo llevo entre lagaña y lagaña” (legaña).

Afortunadamente, los mendigos tuvieron la brillante idea de crear catervas uniformadas con camisetas de colorines para acuchillarse a diestra y siniestra. Los forajidos viven pendientes de afilar sus leznas y limas triangulares para sacarse las tripas en duelos de presidarios. La faena sube los índices de sintonía en los noticieros sin periodistas.

La acción criminológica cumple con el control ecológico aplicado a las plagas. Un delincuente destripado es un tributo del idealismo objetivo para la doctrina del panhumanismo. La sudorosa furrusca en una gradería no amerita mayor comentario.

Los protagonistas de las riñas se comportan como mulas desensilladas que corcovean cuando sienten el frío del páramo. Bogotá, la Atenas Suramericana, los delata con su cultura.

El bogotano raizal no tolera las bravuconadas de los maleantes de vereda. Las manifestaciones folclóricas, llevadas al extremo iconoclasta del sacrilegio urbano, son intolerables. Los berridos, gestos y vestuarios de la patulea resultan insoportables para el delicado gusto capitalino.


Los calentanos, montañeros o costaneros, suelen llamar sobre sus testuz la ira divina cuando garabatean sus voces de batalla. Los rufianes usan la ignorancia para escribir sus jergas en los blogs de los periódicos donde se patrocina la miseria mental, patrimonio de la canalla.

Las cuadrillas publican los insultos en la Internet y después se citan para matarse a coz y puñal. Tarea ejecutada con pericia de sicario. No se entiende, en esa conducta homicida, el porqué los torpes gañanes intentan vociferar, cual ayudante de flota intermunicipal, cuando rebuznan con propiedad de onagro. La configuración del pescuezo delata cierta degradación evolutiva.

Los hinchas desnutridos, criados con cogollos de mazorca y cunchos de caldo de raíz, son el emblema de las hordas energúmenas. Sus desavenencias impiden que la gente decente vuelva al feliz espectáculo porque no soporta el olorcito de pisco enrazado con lobo.

Los seguidores de la trifulca usurpan las graderías de la cancha capitalina para degradar la oralidad. Las calumnias son suficientes para entablar un proceso penal por injuria agravada en falso ideológico: “Ese pirobo es más picado que muela de gamín”. “Más bravo que suegra marihuanera”. “La garvinba se baila hasta un velorio”. Y ni hablar de la pronunciación.

El yeísmo, propio de ciertas etnias de arrieros, los atropella con sevicia porque la ortografía es su enemiga vitalicia. No la comprenden, pero sí la ofenden. Las perversas garras borrajean sin dolor moral: “Miyos” por Millos. El pronombre relativo quien lo redujeron a “Kien” y la conjunción causal porque la estigmatizaron con “Poke”. La redacción es propia de unos antropófagos con gastritis.

La solución a la violencia gramatical en el fútbol es simple. El que a yerro escribe a hierro muere.