miércoles, 19 de marzo de 2008

Expreso del país



Transportarse en un bus bogotano es asistir a una obra de teatro ambulante. El costo de la boleta es un manoseado billete de mil pesos. Por ese precio el drama es gratis. El sudor pegajoso del cansancio, la pobreza afanada por el horario, la chichonera del tumulto, el ronquido con golpeteo del parietal contra la ventanilla, la música Guascarrilera, los asientos grasientos y remendados, el trancón perenne de la carrera 13, el empujón con el hombro, el quejido del mocoso, el chirrido mecánico, la infracción sin multa...

Contra esa marea de acontecimientos cotidianos se enfrenta la recursividad del rebusque. La desesperación de la desesperanza. Cuando se aborda una máquina de esas es porque se necesita realizar una crónica o se quiere descontar por adelantado parte del purgatorio. Estire el brazo, por favor. Arriba y acomódese.

Una de las tantas paradas se realiza de forma oblicua. La trompa quedó cerca del andén. La mole se incrustó entre el tráfico. Un obrero forcejea para intentar entrar con seis recipientes plásticos. La capacidad es de cinco galones cada uno. Los trastos están amarrados con su pareja del asa. La masa amorfa, movida por la dinámica del caos, engendra bárbaros bufidos de buey.

El sujeto empuja, gime, suda. Los decibeles de los pitos cornetas suben de volumen. No puede ingresar y no se puede bajar. La registradora entra en el drama y opone una resistencia muerta contra la ferocidad del intento. El enredo llega a su clímax.

Se necesita coraje. Se necesita voluntad. Se necesita vitalidad. Se necesita ser un doble hideputa para desafiar la tercera Ley de Newton.

El Principio de acción y reacción (cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto) quedó probado y vencido porque la maña se impuso. El montón de tiestos se elevó sobre el obstáculo y cayó sobre la primera banca. Allí ocupó todo el espacio. Afortunadamente estaba vacía.

El paladín del desastre resopla victorioso. Se pasa el dedo índice curvado sobre su frente sudorosa. Retiene un poco de mugre coloidal y con ademán de esgrimista lanza su contenido contra el suelo. Resolla y paga el pasaje.

“…Hay que orgulloso me siento de ser colombiano…”.

No pasan tres minutos de sosiego cuando un saltimbanqui ingresa a la brava. Salta de forma acrobática sobre la incomoda registradora y dice: “Buenas tardes”.

En el segundo acto suelta su parlamento de mendigo veterano: “No me contesten el saludo. No importa porque igual los bendigo. Este es mi trabajo porque Dios me da la oportunidad de laborar en este medio de transporte”. Habla con la mirada perdida en un punto fijo de la parte posterior.

Sube el tono de la voz y comienza la labia de ablandamiento: “Este es el bus número 25 al que me subo hoy porque los cuento. Tengo que pagar la guardería, la leche, el arriendo, los servicios y vestirnos. Dios quiere que trabaje”.

Se mueve y ancla su trasero contra una manija de las bancas. Se encorva, toma aire y lanza una sentencia: “Yo los bendigo si me dan una moneda de 20 pesos porque ustedes regalan de lo que tienen”.

Cambia la perforante posición y recuerda la honestidad de su oficio: “Yo podría trabajar como desplazado y decirles: ‘Vengo de Vistahermosa, Tolima, perseguido por las Farc. También podría moler de enfermo porque eso es una lucha’. Pero no. Dios me ha dado este camello para bendecirme”.

El tercer acto es la venta disimulada. “Les vengo a traer un almanaque plastificado para que no se les ensucie. El precio se lo colocan ustedes. Cualquier monedita es bienvenida”. Reparte el material y regresa a la cabina para comenzar la ruta del recaudo. Lanza agradecimientos y más elogios divinos.

La mayoría le devuelve el cartón porque el calendario marca 18 de marzo de 2008. Sobra desde hace por los menos tres meses. Sin embargo, dan el óbolo urbano. Al llegar atrás la manotada de monedas, a ojo de buen cubero, suma 3.000 pesos. Son las 12:30 p.m. Según su confesión laboral abordó 25 buses con un promedio de 3.000 pesos que suman 75.000 pesos libres de impuestos. ¿Cuánto dinero recibirá al día por regalar inservibles papelitos bendecidos por la mentira?

Ahórrese la curiosidad y suponga que el mercader se cuela en otros 25 buses en el resto de la tarde y obtiene el mismo producido. Son 150.000 pesos. Esa cantidad multiplicada por 30 días arroja una ganancia de 4.500.000 pesos netos. Sí es una bendición vender mentiras.

¿Cuantos profesionales especializados tienen que subsistir con salarios de 2.000.000 de pesos incluida la prima técnica? A eso quítele los descuentos por seguridad social, pensiones, transporte y demás aportes al erario público y… la dieta comienza.

“…A mí déme un aguardiente de caña...”


El chofer, envenenado con el monóxido de carbono de su infernal carrocería, se lanza en busca de la victoria en la “Guerra del Centavo”. Acelera y cierra a un colectivo. El espejo lateral de la pequeña camioneta salta hecho añicos. El ruido y el golpe estremecen la destartalada estructura.

Los pasajeros al unísono exclamaron: “Lo jodió y ahora se van a dar en la jeta”.

El atacado acelera con ira criminal. Lo alcanza por el lado derecho. Asoma la cabeza por la ventana y vocifera una serie de epítetos con capacidad oral para enrojecer a un curtido reciclador.

El agresor niega y sigue camino. La contraofensiva es fulminante. El colectivo negro lo sobrepasa y lo bloquea. Detiene su vehículo de forma oblicua y automáticamente el caos vehicular se acumula con frenazos, pitidos, madrazos, amenazas y la avenida se represa.

Los pasajeros aúllan soluciones de emergencia: “Déle pa’lante. Cójalo a pito. Aquí no podemos quedarnos, eso hágale. Tenemos afán…”.

El conductor ofendido se bajó vociferante e ingresó al bus para reclamar por su espejo: “Me paga el daño”. “Yo no lo toqué.” “No mienta que sus pasajeros son mis testigos”.

En un acto de maña, donde primó el interés particular sobre la verdad, empezó a sonar un murmullo maliciosamente espontáneo: “Nosotros no vimos nada y no somos testigos de nadie”.

El reclamador se puso lívido. Su mirada vidriosa y su boca babosa destilaban un deseo de homicidio múltiple a puro machete tres canales.


“Mire, me rompió el espejo y me lo tiene que pagar”.

Las otras víctimas del problema, los que permanecían atorados entre taxis y busetas, realizaron un simulacro de linchamiento. Tuvo que bajarse, retroceder y mover su colectivo.

Los viajeros saltaron de la dicha. “Hágale, hágale que se nos hizo tarde. Que le va pagar a esa gorronea. Acelere, acelere…”. Dicho y hecho. El armatoste se desplazó por la vía libre. En pocos segundos, obtuvo una cuadra de ventaja sobre su perseguidor. El delirio era la pasión de los malhechores. Adelante, un semáforo detuvo la fuga. El dueño del daño desmontó y corrió los 20 metros que los separaban. Esta vez tuvo el buen tacto de parquear, justo detrás del bus, en el carril del centro. El tránsito podía seguir su lento flujo.

El hostigador subió decidido ajustarle las cuarenta: “Págueme el espejo o le doy chumbimba”. El fugitivo respiró tranquilo, apagó el automotor y salió al encuentro de su agresor.

“Le repito llave que no lo toqué”. El otro contestó: “Aquí todos son mis testigos”. Pues pregúnteles, refutó. “¿Sí o no que él me rompió el espejo?”. La ola de energúmenos indagados se despachó en negativas: “No, no, no lo rozó” y agitaban brazos y manos para acentuar la falacia. La confabulación llegó a límites insospechados. La gente formó una barrera protectora a favor del rufián y le dijeron al guache feroz: “Allá atrás le están robando el producido”. Él cae en la trampa y retrocede presuroso para salvar su dinero. Puerta cerrada y fin del problema. Los rostros satisfechos se miraron y se guiñaron el ojo.

Desde la última banca sonó una voz risueña: “Amo a este país de hijueputas…”. Y la carcajada fue general.



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