miércoles, 19 de marzo de 2008

crimen sin castigo



El comportamiento ladino de la guachada atrabiliaria incita a un fusilamiento in situ. Infortunadamente, tan sana medida no se puede aplicar con la técnica rigurosa de un francotirador.

Las consecuencias de romper el orden moral con indisciplinas callejeras se traducen en una tragedia intestinal. La ira, pecado capital, devora el corazón de la burguesía ilustrada.

La aberración cotidiana termina por volverse común y la costumbre le acopla un título de validez que la normaliza. El grave error radica en creer que lo común es normal.

Los ejemplos, para ilustrar esta denuncia, son parte de una deuda social que clama por una dictadura draconiana.

La gente, sin manchas de la tierra, debe aguantar, tolerar, sufrir, soportar y padecer mañas empeñadas a la infracción diaria:

Los taxistas optaron por cambiar tarifas. A las 9 de la mañana la carrera mínima pasa de 3.000 a 5.000 pesos porque según el conductor “acabo de salir y no tengo vueltas”.

La consecuencia letal es el regreso. Hay que abordar el suplicio de la movilización sin espacio. El ciudadano ejemplar espera en las estaciones de TransMilenio detrás de la línea amarilla. Cuando las puertas se abren aparece el bárbaro troglodita embrutecido por la malicia del afán. El manteco llega cual tromba marina y rompe a codazos el respeto.







Y en la noche, al descansar en la casa, se enciende el idiotómetro para ver la Patrulla Salvaje, alias el Noticiero. La depresión es inevitable.

Los comunicadores lagartos pusieron de moda el cuestionario de la estupidez. Con él atosigan a los familiares y a los liberados por las Farc. La muestra produce úlcera:

“¿Cómo le fue en el secuestro?” “¿Qué plato de comida le gustaría volver a probar?” “¿Cómo se debe recibir a un secuestrado? “¿Qué hará con su esposa?” “¿Cómo fueron sus primeras horas en libertad?” “¿A cuál de sus familiares abrazará primero?” “¿Qué recuerda de su secuestro?” “¿Qué acto social le tienen preparado para recibirlo?” “¿Está feliz de volver a ver a sus hijos después de seis años de secuestro?” “¿Cómo será el reencuentro con sus seres queridos?” Y la perla: “¿Qué se siente de estar libre?”

Años atrás, una sola pregunta de esas en un taller de periodismo bastaba para que el estudiante perdiera el semestre. Y si el docente se preciaba de ser un catedrático cuchilla, el atorrante era expulsado ipso facto de la universidad.

Hasta aquí, los lectores de línea moderada, encontrarían una evangélica doctrina de perdón. Seguramente el desliz sería indultado, previa acción terapéutica. La sesión incluiría una golpiza con una llave de petrolera inglesa.

En cambio para las conductas, que se relatan a continuación, aún no se encuentra el tipo de sanción ejemplarizante para escarmentar al malhechor.







Sucedió en la puerta de un lupanar donde se ofertan acrobáticos masajes sexuales por devaluados 20.000 pesos. El calanchín, encargado de repartir las tarjetas de cortesía, gritó a voz en cuello:

-Caballero, chicas virgenes.

Un transeúnte, de la vieja guardia chulavita, se detuvo al instante. Se devolvió y le preguntó al voceador: ¿Cómo dijo?

-Mi Pana, chicas virgenes. Siga.

-¿Desde cuándo las putas son virgenes?

-Estas son primerizas. Puros virgos, papá.

El iracundo personaje agarró del pescuezo al alcahuete, extrajo de su pretina un destornillador de pala y se colocó en posición de combate. Quería atravesarle las cervicales y el guargüero con la ferocidad propia del tercio de varas.

Infortunadamente, para mí, tuve que intervenir. Es tiempo de Cuaresma. La vehemente defensa de la lógica gramatical debía quedar suspendida, pero no invalidada.

Llamé a la cordura y pedí una tregua en aras de una experiencia pedagógica. El agresor aceptó la zona de distensión cuando le di la razón. Le gustó la idea de transmutar un vulgar crimen callejero en una edificante función didáctica.

Se llamó al presidente de la Asociación de Chulos de Chapinero (Asoculo) para notificarlo de los hechos. El proxeneta mayor oyó los cargos y aceptó el sumario interpuesto contra su cómplice.






Los prestantes miembros del bajo mundo no sabían manejar la situación. Opté por hacer una defensa del putaísmo barrial para salir del atolladero.

Señores, deben aceptar que un eufemismo mal empleado es tan letal como un balazo en el oído. A veces resulta muy ofensivo. La expresión: “Chicas virgenes” crea automáticamente una tesis neorrealista sobre la dogmatología de la himenoplastia. Lo cual produce una sinapsis inhibitoria en el área de Broca del cliente.

El pelafustán sudaba la gota gorda sin entender ni jota.

Si no puede comprender use un sinónimo. La lengua castellana tiene asignados varios elementos para estos casos. No diga chicas ni trabajadoras sexuales porque acaba con el romántico término establecido para designar a las respetables magdalenas.

Esas mujeres son un monumento a la moral de Farsolandia. Ellas siempre ganan las elecciones. Cuántos presidentes, ministros, gobernadores, alcaldes y demás funcionarios estatales no les dicen cariñosamente: “Mamá”.

Prohibido musitar: “Chicas”. Le sugiero escoger un vocablo más adecuado al uso de la función ejercida. Por ejemplo: Giranta, meretriz, hetaira, cascabelera, ramera, prostituta, bataclana, cortesana, golfa, pelandusca, podangahetera, puta, furcia, pecadora, perdida, cantonera, zorra, pécora, lumia, odalisca, casquivana, fulana, falena, buscona, hetera, suripanta, rabiza (voz germana), perendeca, madama, piruja y guaricha.

Pero, y por favor, no vaya a vociferar: “Suripantas doncellas” porque el atamán de mi diestra le mete entre la mollera una lezna de zapatero.





-Entonces, qué digo porque no entendí nada.

-Diga putas y listo. Son los gajes del oficio, tarea de eunucos.

Ahora, y para finiquitar este bochornoso asunto, realizará unas planas. Escribirá mil veces: “No debo ofrecer putas virgenes”. Cuando finalice repartirá fotocopias por todas las mancebías del sector. Chapinero podrá ser un burdel con abolengos, pero no soporta oír frases tan demenciales.

-Listo parcero. Va jugando.

El verdugo por fin se relajó. Guardó su artefacto de mecánico arruinado. Se alejó mientras mascullaba entre dientes: “A malhaya, no haber traído el quitapesares…”.

Tres días más tarde, la misión estaba cumplida a cabalidad. El truhán fue despedido. Sus colegas guardan un riguroso silencio cuando paso por la senda del lenocinio hacia la Iglesia de Nuestra Señora de Lourdes.

La vida volvía a la anormalidad de los absurdos. Sólo el rompimiento de la hipérbole turbaría mi paz neuronal.

El viejo sector aún conserva casonas, mezclas de mansión y fortaleza medieval. En uno de esos caserones surgió una historia bien particular.

En una esquina del antejardín queda un espacio protegido por tres lados, entre un muro y la saliente de la fachada. El escondrijo se convirtió en una cueva para malandrines fumadores de bazuco. En las noches, el mimetismo es bastante bueno.





El dueño del inmueble, un amante de la cinegética ecológica, encontró la forma de afrontar la invasión de los drogadictos. En la madrugada, salía y le disparaba a la jardinera. La bala impactaba justo al lado del consumidor. La maniobra resultó un antídoto fenomenal contra el ritual alucinado. La psicosis frenética del gran viaje aterrizaba de emergencia. La cordura regresaba al instante y les hacía suplicar indulgencia plenaria en varios idiomas, sin acentos delatores. Ya se imagina lo que significa para un fumador de bareta sentir un disparo a pocos centímetros de las gónadas.

Los centros de rehabilitación deberían implementar este método curativo en sus pacientes. Los resultados son milagrosos.

Siete semanas pasaron y los amantes del peyote se curaron con el remedio del revólver Colt, calibre 38. Lamentablemente, las buenas obras no duran. La munición Dum-Dum asustó al vecindario. Las quejas apagaron las medicinales balaceras del polígono nocturno.

Para evitar a los intrusos, el tirador le ordenó al jardinero sembrar matas de mora, rosales y cuanto chamizo espinoso encontrara. La madre naturaleza se encargó de invadir con sus púas las materas, los muros, las ventanas, las rejas y el famoso recoveco.

Lo rocambolesco sucedió.

El veterano cazador citó a un conjunto interdisciplinario de especialistas. Bacteriólogo, botánico, físico, médico, antropólogo, dactiloscopista, siquiatra, sicólogo trabajadores sociales e investigadores de diferentes áreas académicas. Los resultados fueron inapelables y unánimes: Alguien se cagó entre el zarzal, el antiguo rincón de los toxicómanos.




El individuo, dice el informe del grupo de examinadores, “…tuvo que lacerarse el nalgatorio al practicar tan prosaica labor…”.

Ellos afirman: “…Acción de orate con urgencia sanitaria. Las características de la deposición. No dejan dudas. Hubo demora, pujo y mierda…”.

Habrá que llamar al bardo que escribió el Poema a la caca para resolver el misterio. Nadie en sano juicio ni por un desvarío lunático se sienta entre un enmarañado escaramujo a defecar. Además, disponía de 21 metros cuadrados de espacio limpio y disponible para excretar sin espinas…

Los profesionales midieron el vector de descenso escatológico y analizaron la masa detrito. Las matemáticas son exactas. Las posaderas le debieron quedar muy parecidas al trajinado alfiletero de un sastre paupérrimo.

Las indagaciones preliminares no arrojaron datos positivos. Ningún avecinado verificó la versión de los detectives ni la deyección. Tampoco oyeron el alarido producto del contraataque indiscriminado de las zarzamoras. Los inflexibles gajos cumplieron una función arañadora, punzante y deshilachadora.

Nadie dio una explicación medianamente coherente sobre qué tipo de personaje expone su verija al filo de los aguijones. La aberración quedaría guardada en los anaqueles de lo indecible. Pero, lo irracional e inverosímil ocurrió. El “Nalga de Bronce”, así lo apodaron, repitió la cagada con unas fétidas heces que secaron la planta de la familia de las Moráceas.

¿Pero qué me extraña?, si en Chapinero las putas son virgenes.

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