jueves, 20 de marzo de 2008

"eso puay nos acomodamos"



Hay situaciones letales para la existencia del ser humano. Una de ellas es viajar por las trochas de Farsolandia. La pobre mujerzuela, con ínfulas de República, es un atentado contra la ergonomía. Todo lo que hace bien está mal. Esa es la norma que heredó de la pobre viejecita, la abuelita de Colombia.

La crónica empieza en una fría mañana de domingo en las dehesas zipaquireñas. El relato usa el sello inconfundible y registrado de la comedia nacional.

En los dominios del Zipa se instalaron dos peregrinos para ir a visitar a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

La contrariedad, seguramente fruto de la santa Cruz, la cargan las víctimas de la libertad y el orden de un modo aberrante. En este lote la desgracia es lo único puntual.

La ruta Bogotá-Zipaquirá-Chiquinquirá la cambiaron. El nuevo trazado fue diseñado por el señor Soborno. El trayecto aumentó el recorrido en cinco kilómetros. El trecho es menos rentable para los empresarios porque pasa por el parque Jaime Duque y evita el casco urbano de Zipaquirá. En síntesis, el zipaquireño, de pata al suelo, se jodió. Ahora debe invertir más tiempo y dinero para tomar el mismo transporte. Si quiere viajar, financie la estupidez departamental.

Ante ese negro panorama, los viajeros se embarcaron en una buseta que los condujo hasta un paradero lejano, vía a la represa del Neusa. Allí hubo que aguardar con la simpleza de lo inevitable. No pasaban vehículos.

Después, de un largo y frío rato, apareció la Flota Reina. El conductor jugaba a imitar a don Juan Pablo Montoya: Choque o varada. No vio a los pasajeros y se detuvo 200 metros más adelante. Desde allí, el ayudante gritó: “Hay un puesto”.

Las preces se cambiaron por una gratificante madreada contra el delito de la idiotez congénita. ¿Por qué si hay dos personas se ofrece un asiento? La respuesta llegaría en forma de pesadilla.

El tedio, el afán, la necesidad y la desgracia se unieron. Un microbús tipo aerovans (nefasto engendro mecano-lingüístico) se detuvo. Había dos sillas para los romeros. Una junto al chófer y la otra atrás. La dama debió ser relegada a la parte posterior para evitar el contacto con un guache atarbán.

El hombre en un acto de malabarismo corporal y de estricta gimnasia griega logró acomodarse. Su humanidad dio muestras de flexibilidad simiesca. La radiola, con pasacintas, la barra de cambios, la consola, el espejo retrovisor, el conductor y otro pasajero quedaron empacados dentro de una máquina enferma. La inutilidad troglodita del altiplano la adaptó para el suplicio.

El tirano del volante aceleró con vocación suicida. La lengua, mordida por el labio, le brillaba. Las burbujas de saliva explotaban babosas. La carretera le pertenecía. Al llegar al peaje de Casablanca hizo el ademán de colocarse una correa atornillada al paral de la puerta. Esa trampa, en caso de volcarse, lo ahorcaría sin misericordia. El peregrino sonreía solamente de imaginarlo.

El cinturón de seguridad era una tira negra, simple correa fúnebre. Servía para enredar o desnucar en caso de accidente. La panza cervecera y la camisa grasienta le ocultaban una hebilla inoperable donde debía cerrar el cinturón de inseguridad.

El hijo de la mala raza doméstica, no contento con simular una medida de precaución, desconectó el aparato que informa al usuario sobre el límite de velocidad (80 kilómetros por hora). La bestia pensaba en mamarle gallo a los instrumentos usados por la Policía de Carreteras contra infractores de su ponzoñosa calaña.

El bruto demostró que la maña es superior a cualquier intento de progreso. El conductor confesó su culpa. El pisco podía acelerar porque sabía donde estaban emboscados los policías.

La Policía también conocía el resabio. No detenía a las flotas. Es más fácil extorsionar a los descuidados turistas en automóviles particulares. La tramoya corrupta fluye por las llagas delictivas de Farsolandia.

Pero aún faltaba la perla negra. El muisca se reía con marulla al contar sus andanzas de infractor veterano. La canallada se gestaba. El motivo de la sonrisita se supo en Ubaté.

El cobrador de la empresa “Expreso al Delito” se asomó por la ventanilla y preguntó con sorna: “El señor lleva pasaje”.

El aludido pensó: “¿Es una broma de mal humor?”. Quizás por eso no le escupió la cara.
- Sin embargo, le respondió: No, pero cuánto vale el tiquete.
- 12 mil pesitos, no más. (El diminutivo es sinónimo de infamia).
-Señor, discúlpeme. Abordé la flota en Zipaquirá y no en Bogotá. El precio es sustancialmente menor. Hay una hora menos de recorrido hasta Chiquinquirá.
-El maula rebuznó: “Pero, es que esa es la tarifa. 12 mil pesitos. No más”.
-Quítele el diminutivo.
- El ¿qué?
-Deje así porque la munición está muy cara…

El atraco es oficial. Las distancias campestres son iguales al metro de Condorito, de caucho. Se estiran o se encogen según lo exija el raterismo legalizado. Vale lo mismo recorrer 80 kilómetros que 130 cuando la diferencia beneficia al que transporta.

El atracado detuvo su lengua acerada en el arte arriero de madrear mulas. La saliva se habría perdido. La colombianada solapada se anotó un tanto más en su culo-cross hacia el barranco. La mentalidad miserable, denominada astucia, sirvió para incrementar el odio visceral por los farsitas, los hijos bastardos de la Farsocracia.

Dos pasajeros desalojaron sus puestos. El ofendido e inconforme pagó y pasó a disfrutar de una inservible banca mullida.

Antes de partir, un nefasto presentimiento rugió internamente.

Por entre la portezuela desvencijada un hombrecillo amarillento parecido a la maldición de Ho Chi Minh preguntó: ¿Hay puestos?
-El conductor dijo: Dos
-El sutano contestó: “Apenas, eso puay nos acomodamos”.

Al instante tres adultos y una niña esquelética se comprimieron en la posición de la claustrofobia. La famosa “banca de los músicos” los alojó contra todo pronóstico.

La Física, la Kinésica, la Proxémica fueron atropelladas vergonzosamente. Tras cinco minutos de resoplidos, empellones, quejidos, flatulencias, sudores, denuestos y resoplidos se injertaron en un puesto. La pareja de esposos y la pequeña ocuparon un mismo lugar en el espacio. El objetivo pagar un solo boleto.

El otro personaje, el amarillo fatigado, sentó plaza en el puesto de los contorsionistas. La resignación respiró con pesadumbre.

Unos minutos después se produjo la folclórica llamada de auxilio: ¡Una bolsa! Una bolsa, repetía el lambón de turno.

La criatura, de nueve años de edad, se convirtió en un engendro volcánico. Su organismo famélico vomitaba a estribor y a babor. Devolvía atenciones con una furia dragonesca. El esófago regurgitaba los ayunos y las mazamorras de los últimos quince días, por lo menos.

La bolsa roja repleta pasó por encima del respaldar de la silla. Un entrometido la cogió con delicadeza, la sopesó, la contempló, la bamboleó suavemente. Abrió la oxidada ventanilla y la arrojó. La bomba bacteriológica chocó contra el capó de un Mazda que transitaba en sentido contrario. Consciente de su maldad suspiró tranquilo. Habría sido mejor hacérsela beber.

Minutos más tarde, el coro letal elevó el tono: “¡Otra bolsa!” Las manos samaritanas pasaron tres aditamentos. Era un acertijo egipcio calcular cuántos litros de comida podría albergar esa pequeña manifestación de Gargantúa y Pantagruel. La enana batía un record mundial en la categoría de vomitada interdepartamental.

El hedor y el contrabando de objetos repletos de sustancias repulsivas se convirtieron en un acto pecaminoso. Las gentes se peleaban por lanzar la talegada contra el valle de Ubaté. Daban consejos, preguntaban, recetaban, comentaban. Todos, excepto el bogotano, colaboraron en esa criminal acción de guerra biológica. La tragedia se hizo insoportable.

Los tarmanganis mandan, en esos casos, usar a los responsables como fiambre para los cocodrilos del Okavanga. En la patria de la Loca Margarita se solidarizaron con la maldición. El pueblo, amaestrado por la infamia, gozó ante el asqueroso espectáculo.

La bestezuela se hizo náusea. Las bolsas llegaban presurosas. El caos se apoderó del bochinche. La solución, al enigma malévolo del humanoide, apareció. Los progenitores, padrinos, parientes o enemigos de la vomitadora parecían una cuba. Ebrios es un piropo. “Tenían la perra viva”, es más vernáculo.

Los truhanes le dieron a la infanta cuncho de cerveza batido con guarapo de herradura y gárgaras de tapetusa. Esa era la explicación del cauce incontrolable de los desechos estomacales experimentados por la basca y la arcada.

La situación era intoxicante. Los enfermeros de ocasión, encargados de pasar y evacuar los recipientes, esgrimieron sus puyas. Es el colmo, decían. “Cómo le dan de beber esas porquerías. ¡Qué bestias!” Los onagros hablaron de orejas.

Aleluya, los hijos de la desgracia reaccionaron. No todo estaba irremediable perdido, podía ser peor. El abuelo interpuso sus buenos oficios. El sujeto gritó: “Paren y bájenla”.

El viejo, dipsómano e idiota, cogió la última bolsa llena de la vomitona y pasó dando tumbos por sobre los pasajeros. Estuvo a punto de estrellarse contra cada uno de los ocupantes.

Alguien le recordó el lema de los Boinas Verdes: De opresso liber (para liberar a los oprimidos). El crujido de las vértebras cervicales, rotas por una llave maestra, sería un delicioso ejercicio de pacificación.

El conductor detuvo la camioneta. Algunos campesinos optaron por escapar a la topa tolondra. No reclamaron ni los trueques. Las ruanas dejaron su olor a cogote de ordeñador.

La niña fue desincrustada de la silla. Bajaron encorvados. Se desentumecieron al lado de un eucalipto. La humareda sobre el kikuyo los delató. Parecía que hubieran meado ácido sulfúrico.

Al rato regresaron. El espacio era suficiente para acomodarse los entes y los jotos. El tráfico de jugos gástricos se detuvo. No se supo con cual yerba taponaron la emergencia vomitera.

El periplo continuó. El padre dejó a su cría con su progenitora. El temulento, ducho en esos oficios, le dijo a la enfermita: “Mija, cierre los ojitos para que no se maree… y me avisa”.

La vomitadora obedeció automática. No había más provisiones plásticas para arrojar y desempedrar la carretera. El siguiente quejido fue contenido. Le sacaron la cabeza por la ventanilla y la pintura de la carrocería se descarapeló. Ese espécimen tenía un mesenterio o entresijo de chulo.

El suplicio finalizó con el arribo a la terminal boyacense.

La misa de once y media contó con una apertura tutelar. El padre Fernando Piña, O. P., antes de oficiar la Eucaristía, anunció el número de robos dentro de la basílica para ese mañana, tres. Van tres atracos al tumulto. Los santos lugares no escapan a la maldición maniática del cleptómano criollo.

La Divina Misericordia descontó un milenio de purgatorio para el humilde andariego. El templo hervía de gente. El penitente optó por descansar dentro de un confesionario para perdonar lo imperdonable: Los vómitos de Farsolandia.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Me gustó la crónica de este pueblo que es avispado para idolatrar el delito, pero es inocente con las cosas que valen la pena

Paola y Leonardo dijo...

Ni los Caminos a la santísima Virgen, nos salvan de esta mala raza, de este gen karmico que nos conduce sin piedada la fracaso.